Quito antiguo. Una noche, en una esquina, un bobito da vueltas en el área que ilumina la lámpara de un poste. Parece buscar algo, por lo que un comedido le pregunta: “Hijo, ¿qué buscas?”. A lo que responde: “Un sucre que se me cayó”. “¿En dónde?”, inquiere el otro. “Allaaá”, contesta el bobito, señalando la zona intermedia de la cuadra que permanece oscura. “¿Y por qué buscas aquí?”, interroga el comedido. “Es que aquí hay luz”, concluye nuestro personaje. Me acordé de este chiste a propósito del papelón de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la investigación del origen del coronavirus que ha causado la brutal pandemia. Primero, el organismo demoró demasiado en conformar la comisión científica que iría a China, en ese lapso se pudo maquillar cualquier situación, y luego el grupo designado admite que no se le dieron las facilidades necesarias para hacer su trabajo en el laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan, de donde podría haber escapado el virus. ¡Por lo que se fueron a seguir investigando en una provincia lejana!
Hace unos meses parecía que la dictadura china había ganado la batalla informativa. Quienes creían que el virus de marras se originó en Wuhan fueron tachados de “conspiracionistas” y “negacionistas”, epítetos fuertes en el idiolecto poscovid, la jerga surgida durante la pandemia. Entonces saltó a la fama el pangolín, un animalito que fue declarado culpable de la intermediación de la enfermedad entre murciélagos y humanos... El cuento se hacía cada vez más difícil de creer. Decían que el mercado de mariscos era el lugar donde empezó el brote y no el laboratorio en el que se trabajaba con esos virus. Es como si en Japón, en el caso del incidente de Fukushima, o en Estados Unidos, en el de Three Mile Island, hubiesen dicho que las fugas de radiación no se dieron en las centrales nucleares, sino en el servicio de radiología de algún hospital cercano.
Ahora la hipótesis del origen en Wuhan reverdece. Lo sensato, y lo epistemológicamente recomendado, es entre hipótesis alternativas elegir la más sencilla y obvia. Recién se acuerdan de que expertos norteamericanos advirtieron en 2017 sobre las fallas de seguridad en tal instituto, donde personal poco capacitado manipulaba enfermedades mortales. Claro que allí está probablemente la mayor experta mundial en virus provenientes de murciélagos, Shi Zhengli, quien sin embargo, al iniciarse la pandemia, dijo que era extraño que el brote se haya producido en China central y no la zona austral del país, donde hay grandes poblaciones de murciélagos. En noviembre de 2019, tres científicos de ese centro se contagiaron con una enfermedad que por sus características podría ser la que hoy cunde el planeta. En febrero de 2020, los investigadores chinos Botao Xiao y Lei Xia afirmaron paladinamente que “el coronavirus asesino probablemente tuvo su origen en un laboratorio en Wuhan”, pero fueron obligados por la dictadura a retirar el informe que lo sustentaba. De todas maneras, las evidencias se acumulan y los “negacionistas” del origen artificial del virus cada vez aparecen más como conspiradores que como “conspiracionistas”. (O)










