Es mi sueño recurrente, tantas veces soñado, variaciones de lo mismo: volar. Con mis propios brazos, sin ayuda de plumas, telas ni turbinas. Me basta con mover los brazos de arriba abajo, cada vez con más fuerza y velocidad, para despegarme del suelo. Siento el esfuerzo muscular, el placer de lo pesado deviniendo leve. A veces me cuesta agarrar altura, pero siempre termino venciendo a la gravedad. Entonces planeo sobre campos y ríos, aterrizo en casas y edificios, me cuelo por balcones y ventanas. A la altura de las estrellas o apenas escapando de rostros que me miran atónitos. Siempre vuelo sola. En mis sueños, soy la única con este poder. Surge de mis brazos con tal naturalidad que despierto convencida de su existencia. De niña intenté comprobarla más de una vez. En vano. Solo en sueños soy capaz de volar.

Siempre me han gustado los ángeles, no las criaturas rechonchas y pícaras de algunos cuadros, sino los misteriosos arcángeles de grandes alas, mensajeros alados como Hermes y Nike. Nada más humano que la esperanza de recibir mensajes del más allá, del Olimpo, del cielo, de esos lugares adonde no podemos llegar con nuestro propio cuerpo desprovisto de alas, nuestros brazos que por más sueños que llevemos en la cabeza nunca podrán elevar por sí mismos el peso al que están atados.

Compensamos creyendo en ángeles, admirando pájaros, construyendo artilugios capaces de volar ya no solo hasta el cielo, sino hasta la luna. Pero la seducción de las alturas acaba para mí a las puertas de un avión. Me aterra la idea de encerrar mi frágil cuerpo en el vientre de una bestia voladora que lo transportará a velocidades vertiginosas. Hasta en mi adolescencia más descreída, rezaba a todos los dioses (por si acaso) cada vez que despegaba o aterrizaba el avión que había abordado casi resignada a la muerte. Con el tiempo mi hija descubrió que, si le apretaba la mano, le daba besos y le decía “te amo” cuando el avión perdía o tomaba tierra, no era para calmarla a ella (que no lo necesitaba), sino para acallar mi propio miedo, estadísticamente ilógico y extraño en alguien que en sueños ha reinado sobre las alturas. Quizá temo el ruido de los motores, el encierro con desconocidos, el control de la nave en manos de un extraño. Me obsesionan las historias de accidentes aéreos: el piloto alemán que decidió suicidarse durante un vuelo a España llevándose consigo las vidas de cientos de pasajeros, las imágenes recientes del Boeing en China cayendo en picada del cielo (¿ya vieron el documental sobre la empresa Boeing arruinada por ejecutivos que priorizan exigencias de inversores e ignoran advertencias de ingenieros?). “Jamás me volveré a subir a un avión”, juro tras cada nueva catástrofe y al final de mis agotadores viajes trasatlánticos. Pero siempre reincido. Cada vez que mi amor por viajar o el anhelo de volver a mi tierra me obligan a abordar otro avión, me consuela el majestuoso paisaje de nubes blandas, blancas, almohadas de sol sobre las cuales me dejaría morir hechizada. Pero si la vida fuera un sueño, volaría con la fuerza de mis propios brazos, planearía sobre mar y tierra, y aterrizaría silenciosa en el jardín de mi abuela. (O)