Parece una crónica anunciada de una pesadilla. Un gobierno legítimamente en el poder decide eliminar un oprobioso subsidio que beneficia básicamente a ciertas empresas, a la clase media y alta y, en especial, al narcotráfico. Dirigentes indígenas inician protestas en ciertas provincias andinas. Las carreteras se bloquean. Gente que no puede ir a trabajar o estudiar. Las marchas se tornan violentas. Quienes se resisten a unírseles son intimidados. Los daños a bienes públicos –pagados con dineros de todos los ecuatorianos– comienzan a sumarse. Cortes de agua. La violencia escala. Los manifestantes prenden fuego a diestra y siniestra. Cuando los líderes de estas marchas violentas son detenidos, se clama al cielo violación de sus derechos. Luego vienen coincidentemente masacres en las cárceles. Y la violencia crece más y más.

Las pérdidas económicas de pequeños campesinos y empresas agrícolas comienzan a crecer. Ya no piden solo la eliminación del subsidio, sino que terminan exigiendo que el Gobierno adopte políticas que gusta a ellos.

El uso de la fuerza es una prerrogativa exclusiva del Estado. Hay quienes prefieren hablar de un monopolio. Esta es una de las más visibles características del Estado. Para Max Weber, quien, junto con Marx y Durkheim, es uno de los sociólogos más agudos, los Estados modernos se caracterizan por el monopolio legítimo de la violencia. Solo el Estado puede legítimamente usar la violencia para hacer respetar la ley cuando ella es quebrantada. No así los ciudadanos particulares que no pueden ni deben recurrir a la violencia para solventar sus desacuerdos. Es la ley la que le concede al Estado ese monopolio de la violencia. Sin ese privilegio, los conflictos sociales propios de las sociedades contemporáneas terminarían resolviéndose por grupos armados; regresaríamos así a ese estado de la naturaleza hobbesiano donde el homo hominis lupi, es decir, el hombre es lobo para el hombre. La seguridad ciudadana es la principal tarea de los Estados. Sin ella, otros objetivos resultan imposibles.

El modelo de Estado, de sociedad y de economía que hoy proponen los líderes indígenas detrás de la ola de violencia ya fue sometido a un referéndum democrático. En las últimas elecciones uno de los más conspicuos dirigentes del movimiento indígena se presentó como candidato por el movimiento Pachakutik. El Ecuador lo rechazó abrumadoramente en las urnas. Pero aun si no hubiese sufrido esa derrota aplastante, aun si hubiese obtenido un respaldo considerable, pero no suficiente para ganar las elecciones, aun así ello no es aval para que dicho movimiento recurra a la violencia para sus reclamos. La derrota electoral del Sr. Iza, el desprestigio político de Correa, entregado a las fauces de la delincuencia internacional, y la virtual desaparición del otrora poderoso Partido Social Cristiano –que fueron en el pasado los tres ejes de la destrucción democrática del país y de la extorsión política– sumados a la determinación demostrada por el actual presidente de la república, todo ello, son elementos claves que han contribuido a cambiar sustancialmente ese escenario que había llevado al Ecuador a callejones sin salida en los últimos años.

La protesta violenta no es un derecho, es simplemente un abuso y como tal carece de legitimidad. (O)