Nos preparamos para encontrarnos con nuestros muertos, con aquellos que no están, estando. Con los que se fueron, pero permanecen.

La muerte, la partida de seres queridos, de conocidos, de aquellos que las noticias nos acercan y los hacen parte de nuestra cotidianidad, de los lejanos y los cercanos nos ha enfrentado a esa gran desconocida que tememos y que ahora es parte de las realidades que abordamos, comentamos, pensamos. La pandemia, la inseguridad, los sicariatos nos enrostran la muerte en sus expresiones más difíciles de aceptar, porque en el fondo la pregunta más importante tiene que ver con la vida. Un joven de 15 años, que tenía que hacer una pregunta abierta como parte de un taller de comunicación, le preguntó a otro: ¿Qué harías si supieras que te quedan cinco horas de vida? Pregunta antes inesperada en jóvenes de esa edad.

¿Qué sentido tiene la muerte de aquellos que sucumbieron por no ser atendidos, de los que recibieron una bala perdida, la muerte de los niños a manos de sicarios, la de los que luchan por la justicia y son humillados, ofendidos, desaparecidos? En realidad, la pregunta es: ¿Qué sentido tuvo su vida?

Todas las relaciones que han sustentado nuestra vida perduran, nos han hecho lo que somos...

Alguien me dijo una vez que recordábamos muertos queridos: algo suyo se fue con él, algo de él se quedó con usted. Nunca lo había pensado así. Pero es verdad. No somos los mismos a partir del encuentro con los que amamos, parte de nuestro ser se transforma, se transformó y se sigue transformando. Es como el alimento que comemos, se convierte en nuestro cuerpo, en nuestras células, sin él no tendríamos la vida que conocemos. Sin todo el amor recibido y dado, seríamos islas en un océano interminable y desconocido.

Todas las relaciones que han sustentado nuestra vida perduran, nos han hecho lo que somos, aunque parezca que el vacío y la soledad son abismos que nos separan. Por eso quizás hay que encontrarlos adentro, no en las tumbas o en las fotos, sino en el corazón de nuestro corazón. Como la semilla que duerme en la tierra. Las semillas dan frutos diferentes según la tierra que las cobija. Las plantas y los frutos tienen el sabor de la tierra que las alimentó, lo mismo pasa con los animales. Nuestras vidas tienen el perfume de la brisa que nos envolvió, el cariño que nos arropó. El amor que recibimos, el amor que hicimos en el sentido más profundo de hacer, de construir, de edificar, de hacer el amor y que el amor nos haga. Por eso a nuestros muertos creo que no hay que buscarlos en el recuerdo del pasado, ni en un futuro de encuentro, sino en un hoy de presencia.

Cuando llegamos a la vejez, esa etapa hermosa de profundización, de soledad, de separación, de plenitud silenciosa, la disminución del miedo a vivir, la libertad de aceptar lo que somos, lleva, me parece, a dar la bienvenida a la muerte, como una amiga, como la culminación y la puerta a la vida en todas sus dimensiones.

Cuando veamos cara a cara, lo que hemos visto en un espejo, y sepamos que la bondad y la belleza están de acuerdo, cuando al mirar lo que quisimos lo veamos claro y perfecto, cuando un suspiro de alegría nos llene sin cesar el pecho, cuando gocemos de la compañía feliz de los que aquí tenemos lejos, entonces seremos bien lo que seremos y lo que somos. (O)