Es un pueblo engastado en las húmedas y oscuras paredes de roca que se elevan a ambos lados de la vertiente. Casas pintorescas, históricas, histriónicas y una sola iglesia, diminuta y amarilla, dedicada a Juan Nepomuceno, santo patrón de Bohemia, cuya estatua de piedra acuna en brazos a Cristo crucificado. Demasiados carros invaden la plaza central y las vías laterales: turistas checos, polacos y alemanes que en lugar de tomar tren, bus o ferri han preferido traer a este paraíso natural los gases y el ruido de sus motores. Es un pueblo fronterizo con ese típico aire de semilegalidad donde prolifera el comercio en tenderetes que ofrecen labubus y otras microtendencias, carteras dizque Dior, camisetas de gatos, calaveras y equipos de la Bundesliga, calzoncillos de colores y diseños anticonceptivos, zapatos sin marca con logos de marcas caras.

Es un pueblo ubicado en los trágicos Sudetes y la fascinante región de Bohemia donde antes de la Segunda Guerra Mundial vivían minorías alemanas destruidas por sus propias decisiones políticas: su apoyo al nazismo que empezó por anexar Austria y los Sudetes con pretextos hoy repetidos por Putin para justificar su invasión a Ucrania (aprovecho para evocar en qué terminó la política de apaciguamiento de Charmberlain, quien al firmar los Acuerdos de Múnich permitió a Hitler salirse con la suya confiando en que se daría por satisfecho con los territorios ya “recuperados”...).

Es un pueblo con un nombre checo, Hřensko, y otro alemán, Herrnskretschen, ambos duros de pronunciar, sus barrancos tan escabrosos como su historia. Es un pueblo ubicado, en menos de dos siglos, en el Imperio austro-húngaro, en Checoslovaquia, en el Tercer Reich y el horroroso nazismo, luego nuevamente en Checoslovaquia pero ahora bajo la bota de la URSS, tras la caída del Muro otra vez Checoslovaquia pero ya sin comunismo, para finalmente terminar siendo un pueblito turístico y extrañamente gótico en la República Checa. Hoy es un pueblo checo a cien metros de Alemania a donde se llega cruzando el río Elba.

Paso la noche en un hotel en Hřensko. Por las ventanas abiertas de mi habitación escucho el fluir del riachuelo a punto de morir en brazos del Elba. No puedo dormir. Por la mañana descubrí en sus aguas las largas cabelleras de doncellas que brillan como algas temblando extendidas bajo el sol. Y en la orilla opuesta hay una casita blanca con hortensias azules donde empieza un sendero que asciende a un cementerio abandonado. Sobre sus fosas desnudas ha nacido un bosque de helechos. Es un cementerio alemán, susurran los nombres ya casi borrados de las últimas lápidas. Es un pueblo con un cementerio de cementerio, con senderos escarpados que ascienden entre las rocas hasta abrirse en paisajes aterradoramente bellos, rodeado de bosques de coníferas cuyas raíces se enredan en las rocas como patas de animales fantásticos. Hay algo gótico en este lugar, algo oscuro y afilado entre la blandura de la alfombra de musgo y agujas de pino que recubre el suelo. Podríamos disecarlo con un cuchillo y escaparían millares de historias, pero hoy prefiero tenderme al pie de un árbol para mirar juntos el cielo. (O)