La escena descrita a continuación ocurre a diario. No es novedosa ni extraña, pero es una voz de angustia, de desesperación, de hambre, de necesidad, de dolor de los miles de ecuatorianos –a los que se suman cientos de venezolanos– que buscan la manera de ganarse unos pocos dólares para saciar el hambre de sus hijos, de sus familias y la propia.

Miércoles 23 de junio. 09:30. Es un recorrido de 9,7 km que, con el tráfico actual de Quito, toma 15 minutos. Atravieso la zona céntrica y comercial y la imagen es la misma en cada esquina: hombres jóvenes que, en cada luz roja del semáforo, se lanzan sobre los vehículos con su agua jabonosa en un frasco plástico, de esos de alguna bebida, para limpiar el parabrisas delantero o trasero.

A veces arrancan la rutina sin que el conductor lo note. Algunos aceptan con poco optimismo y dan su consentimiento moviendo la cabeza. Alistan las monedas para darles 20, 25, 30 o 50 centavos o, a veces, hasta un dólar. Otros, desesperadamente, encienden sus plumas para espantarlos. O sacuden a toda velocidad la cabeza y las manos diciendo no, ante las parejas que se acercan a los vehículos. A veces no tienen éxito en su negativa, igual les hacen el trabajo, aunque no reciban nada, pero no pueden ocultar sus gestos de fastidio.

Los vehículos que se quedan libres de los limpiavidrios pueden mirar el espectáculo que se desarrolla al frente de ellos. Aprendices de malabaristas o de magos –donde se puede ver a niños pequeños– que tratan de ganarse también unos centavos. Esto mientras metros más atrás hay mujeres ofreciendo desde frutas hasta caramelos. Algunas veces están acompañados de niños que, a duras penas, alcanzan las ventanas de los automóviles más altos para tratar de entregar el producto que vendieron y cobrar. Hay también otros hombres vendiendo agua o cualquier bebida, sobre todo cuando hace calor.

No están en todas las esquinas, pero en algunas hay personas de la tercera edad y también más jóvenes con carteles que dicen que no tienen con qué comer. Por ahí hay uno que otro discapacitado. También hay venezolanos. Su color de piel, los rasgos de sus hijos (no todos con mascarilla) los delatan. Al cabo de dos horas, luego de terminar de hacer los trámites por los cuales salí, paso por otra ruta. Quiero ver qué más hay. La imagen es igual y duele más. El sol de casi las 13:00 golpea fuertemente. Debajo de los árboles que hay en algunos parterres se sienta la gente a descansar. Algunos niños han sucumbido al calor y al cansancio y duermen sobre un cartón o sobre el césped. Uno que apenas camina trata de jugar y es perseguido por otra criatura que no le lleva más de dos o tres años, para que no baje a la calle. El adulto que los acompaña está ocupado empaquetando un poco más de fruta para entregársela a otra joven que sigue con la venta.

En mi ruta de ida y vuelta he podido contar 50 personas –no dudo que son más– en esta situación. Es una imagen, sin duda, desgarradora, pero más doloroso es que esto se prolongue y que, como sociedad, comencemos a ver esto como normal. No lo es y lo peor que nos puede ocurrir es que nos acostumbremos, porque habremos perdido mucho como país. (O)