Ecuador continúa atrapado en un modelo fiscal cuyo equilibrio depende de un recurso tan volátil como finito, denominado oro negro o petróleo. La reciente declaratoria de fuerza mayor por parte de Petroecuador, tras la interrupción simultánea de los oleoductos SOTE y OCP por la erosión regresiva del río Coca, es un síntoma grave de esa dependencia. La producción cayó bruscamente de 464.000 a 332.000 barriles diarios en algunos horizontes de tiempo, provocando pérdidas directas cercanas a los 10 millones de dólares, sin considerar los impactos indirectos. Lo más preocupante es que esta crisis no fue imprevisible: desde 2020, técnicos y geólogos advirtieron los riesgos, pero la respuesta institucional fue, otra vez, reactiva y pasajera en aquella época.
El problema no es solo geológico o técnico: es estructural. A pesar de décadas de discurso sobre diversificación productiva y transición energética, más del 35 % del presupuesto general del Estado aún depende del petróleo. En épocas de precios altos se incrementa el gasto público; cuando bajan o hay interrupciones, crece el endeudamiento o se recorta la inversión. Este círculo vicioso ha condenado al país a una vulnerabilidad crónica. Ecuador tampoco ha sabido aprovechar su enorme potencial en energías limpias. La participación de fuentes renovables no convencionales en la matriz energética nacional no llega ni al 1 % pese a contar con un potencial estimado de más de 15.000 MW en energía solar, eólica, geotérmica y biomasa. Mientras países como Uruguay o Chile han establecido marcos regulatorios estables y esquemas de contratación a largo plazo que promueven las inversiones sostenibles, Ecuador se mantiene inmóvil, frenado por trámites interminables, inseguridad jurídica y una visión anclada al extractivismo necesario.
La discusión de fondo sigue pendiente: ¿cómo reemplazar la renta petrolera por una economía moderna y resiliente? Más aún: ¿qué haremos cuando el petróleo no alcance, ni en volumen ni en valor? Las advertencias no son solo económicas, pues las comunidades amazónicas denuncian desde hace años los impactos sociales y ambientales de la actividad petrolera, mientras que en los mercados internacionales el crudo ecuatoriano enfrenta crecientes costos reputacionales. No se trata de cerrar pozos de un día para otro, sino de definir una transición ordenada, ambiciosa y justa. Esto implica reformar el sistema tributario, fomentar industrias verdes, revisar subsidios energéticos y apostar decididamente por el conocimiento y la innovación. Ecuador tiene talento, recursos y una juventud que quiere futuro. Pero no puede seguir con su destino atado al precio del barril.
El petróleo fue crucial en el siglo XX, pero desde este instante no puede seguir siendo el alma de nuestra economía. Se debe iniciar una planificación sostenible, estructurada, orientada hacia la manufactura de materia procesada y con valor agregado como base de la economía, pasando por un sistema educativo evolutivo, que integre la ciencia con la producción. Un modelo fiscal basado en un recurso finito nos empuja, inevitablemente, hacia un futuro igual de limitado. (O)