“Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña. Como veían que resistía fueron a buscar a otro elefante”, dice la canción infantil.

Se ha vuelto costumbre que el peso del déficit fiscal recaiga sobre el sector empresarial. En 2017 se publicó la Ley Orgánica para la Reactivación de la Economía, el Fortalecimiento de la Dolarización y la Modernización de la Gestión Financiera, que aumentó tres puntos porcentuales la tarifa del impuesto a la renta de las compañías, pasando del 22 % al 25 %. En 2019, se aprobó la Ley de Simplificación y Progresividad Tributaria, que creó un nuevo impuesto al patrimonio para las compañías que generaron ingresos mayores a un millón de dólares en 2018. En 2021, se publicó la Ley Orgánica para el Desarrollo Económico y la Sostenibilidad Fiscal tras la pandemia de COVID-19, que estableció un nuevo impuesto correspondiente al 0,8 % del patrimonio neto de las compañías. Y eso son solo tres ejemplos. Habría que agregar la creación de contribuciones a sectores especiales, reducciones en los rubros que las compañías pueden deducir, la creación de la doble tributación por impuesto a la renta y una larga lista de etcétera.

Las siempre cambiantes políticas

El denominador común es que los gobiernos ven a las empresas como la fuente de riquezas que deben extraer para solucionar sus problemas de liquidez. ¿Terremoto? Métele impuestos a las compañías. ¿Bajó el precio del petróleo? Clava impuestos a los negocios. ¿Pandemia del coronavirus? Sácale efectivo a las empresas. ¿Necesitamos dinero para enfrentar la crisis de seguridad? Que lo paguen los comercios.

El más reciente ejemplo es la Ley de Fundaciones que se tramita en la Asamblea Nacional. Como quien no quiere la cosa, este nuevo proyecto de ley crea un impuesto a las utilidades retenidas y una contribución única en la distribución de dividendos.

¿La Corte o la Constitución?

Además de seguir la perniciosa práctica de cargar a las compañías con el peso del gasto público, el impuesto a las utilidades retenidas puede ser criticado por dos razones. Para empezar, genera el problema de restar liquidez a las empresas. Las utilidades retenidas son una cuenta patrimonial. Pero el hecho de que esa cuenta exista no implica

que la compañía tenga esos fondos disponibles para entregárselos al Estado. Luego, y en lo que resulta aún más grave, un impuesto a la retención de utilidades desincentiva la reinversión y la acumulación de capital, tan necesarios para la generación de nuevos empleos. Sabiendo que el Estado se llevará el dinero retenido, los empresarios optarán por no reinvertir las utilidades en el negocio.

Gobernar y decidir

Así que, definitivamente, la cosa no va por allí. El correísmo nos dejó un Estado del tamaño de un elefante, repleto de burócratas que hacen poco y nada, empresas ineficientes y subsidios. Los gobiernos de turno han incrementado la deuda pública y arrastramos años seguidos de déficit fiscal. Sin embargo, la solución no es cargar a la gente que crea riqueza, sino reducir la burocracia, sincerar los sueldos públicos y eliminar subsidios. El sector empresarial se ha convertido en la tela de la araña sobre la que se balancea el elefante estatal. (O)