En momentos de crisis general y del sector agrícola en particular, con cierta frecuencia se indaga sobre la conveniencia de mercadear terrenos con esa vocación, decisión que debe tomarse luego de analizar muchos aspectos antes de deshacerse de ese bien tan preciado, a veces no percibido. Soy reacio a recomendar tan penosa medida por el respetuoso apego y admiración a los principios cristianos expresados reiteradamente por el papa Francisco, que le adjudican el carácter preferente, humanitario y social a su existencia, no concordante con la frialdad del simple mercadeo de predios.

Ocurre que no hay exceso de tierras de buena calidad para la rentable explotación agraria, el mínimo absoluto cultivable para abastecer de manera sostenible a una persona es 0,07 hectáreas, en tanto se mantiene una curva descendente desde 1961, como lo estima el Banco Mundial, año en que cada ser humano disponía de 0,45 hectáreas, mientras para el 2018 registra tan solo 0,20. La pandemia ha dejado una gran enseñanza de lo importante que significa el laboreo del campo, al haber demostrado que fue la única que se mantuvo impertérrita cumpliendo su extraordinaria misión suministradora de alimentos; paralelamente, desmintió afirmaciones técnicas que le asignaban el primer lugar dentro de las actividades contaminantes, cuando, por el contrario, se cuantificaron reducciones de gases de efecto invernadero a pesar del dinamismo pleno que estoicamente mantuvo.

La presión por demanda de nutrimentos es cada vez mayor a medida que crece la población, ahora con más firmeza porque el país con mayor cantidad de ella podrá tener tres descendientes por familia, antes obligado solo a uno, esto lleva a la conclusión de que se requerirán insumos alimenticios para 9.500 millones de habitantes que habrá el 2050, como señalan las previsiones, debiendo acrecentarse la producción agrícola en por lo menos el 70% para mantenerlos.

La situación coyuntural y el cercano futuro impulsa al aumento mercantil de la tierra, rescatando su apreciación intrínseca dada por los elementos nutritivos almacenados en ella, no precisamente ponderados, pero que las plantas necesitan para elaborar las cosechas y, por sobre todo, el invaluable significado de su parte viva conformada por miles de millones de macro y microorganismos, presencia de materia orgánica, sin los cuales no serían posible los procesos productivos, sostén de la humanidad; es esa porción a veces mínima o quizás grande en pocos lugares del país, hay que justipreciarla, honrarla y rendirle culto, sin prejuicios, porque determina la valoración bioética de las áreas de labranza, que no debe descartarse.

El régimen anticipó, desde el Ministerio del Ambiente, un ambicioso tránsito a la transformación ecológica de la sociedad, concepto superior en un país agrícola con urgente necesidad de regenerar sus suelos empobrecidos y hasta degradados, en niveles tan altos que se han vuelto improductivos, contaminados y con poco o ninguna concentración de materia orgánica, con bajos contajes de microorganismos, cuya presencia es la esencia de la sustentabilidad nacional que se pretende. (O)