Estamos en esta Semana Santa, es decir sagrada, consagrada, en medio de sufrimientos colectivos devastadores que nos hacen buscar con más urgencia esa presencia esquiva de un Dios que es amor y que cuida y vela por nosotros.

Lo más asombroso del cristianismo es que Jesús, la manifestación humana de Dios, es un ser humano sin poder, que fue asesinado por los poderes políticos y religiosos de la época, a quien nadie defendió cuando lo juzgaban, y a quien el pueblo, las personas que había curado, que había emocionado con sus palabras y habían encontrado en ellas un motivo para sus vidas sedientas de sentido y esperanza, lo contemplaban de lejos sin osar acercarse a sus torturadores o se sumaban a los que pedían su muerte. Y no cualquier muerte, muerte en una cruz, descoyuntado, quebrado, desnudo, expuesto a la burla y al escarnio. Allí estaban sus discípulos, aquellos que eran el núcleo de su cariño y desvelos, con quienes convivió, comió, rio y comentó acontecimientos, eran sus amigos. Su vida terminaba en un fracaso total.

Y el pueblo hoy, 21 siglos después, se reconoce en esa persona, besa sus pies, llora sus lágrimas que también son las suyas, se conmueve de sus sufrimientos que reconoce como propios, y sigue las imágenes que lo representan arrastrando cadenas, cruces, vistiéndose de cucuruchos y sacos violetas, dispuesto a acompañarlo y experimentar en algo lo que él sufrió. En un intento de cercanía profunda y de búsqueda de consuelo y comprensión para sus tragedias y preocupaciones cotidianas, esas que como le sucedió a Jesús, lo han dejado solo, devastado, sin horizontes y sin vida.

Pero si hoy celebramos y recordamos su presencia no es por su fracaso, de eso hay mucho en el mundo, es por el estallido de amor que fue el motor de su existencia y que irrumpe hoy con fuerza en el presente que vivimos.

Y el pueblo hoy, 21 siglos después, se reconoce en esa persona, besa sus pies, llora sus lágrimas...

Un amor que transformó la muerte en victoria. Un amor exigente, lúcido, total, que aceptó las consecuencias de sus dichos, sus actos, sus intenciones. Un amor que transformó las tinieblas en luz, la muerte en vida, la tristeza en alegría. Un amor que atraviesa los siglos y llega hasta nosotros transformado a través de generaciones y millones de vidas humanas que se acogieron a su luz como un tejido que sostiene el entramado de las aspiraciones más profundas del ser humano de libertad, solidaridad, amor y entrega. Un amor que es la raíz oculta que sostiene el árbol de la aventura humana en este polvo estelar en el que vivimos.

Un amor que, en el seno de una familia humilde, de un pueblito casi desconocido de un país ocupado por batallones de soldados enemigos, como levadura en la masa transformó la realidad de las personas, todas, pobres, ricas, religiosos o no, mujeres, niños, ancianos, extranjeros, postrados y sanos, que no fueron más los mismos a partir de ese encuentro. Un amor que hizo de la palabra una acción que no quedó ni en la queja, ni en la denuncia. Un amor que fue obras e impregnó todo su ser y su hacer.

Ese es el Jesús que hoy celebramos no como recuerdo, mirando atrás, sino como corazón de nuestro corazón, que nos impulsa, nos transforma y nos sostiene para cambiar este mundo de violencia y muerte. La última palabra en el mundo y en nuestras vidas la tiene el amor. (O)