No es más que el plano de un edificio de doce pisos cerca de Miami Beach, con los nombres y edades de quienes dormían en cada apartamento la noche del 24 de junio. No son más que unas fotos subidas a Google Maps con la dirección Collins Ave 8777, Champlain Towers South. Un niño camino al mar con baldes que llenará de arena y risas: sol, palmeras, la buena vida en la Florida. Difícil imaginar este paraíso al borde del colapso, las edades de sus felices ocupantes detenidas en el tiempo, sus nombres en boca de multitudes desoladas, casi cien cuerpos sepultados dos veces: primero bajo los escombros del edificio que se desmoronara bajo sus pies y sobre sus cabezas durmientes; días y semanas después, sus restos desenterrados, con enorme esfuerzo, para volverlos a enterrar, esta vez sin la violencia del fin desgarrador e inesperado sino en un ritual que acompañe el dolor de conocidos y desconocidos. Las de Miami fueron esas muertes de las que uno piensa: podría sucedernos a todos.

Existe en alemán un refrán inquietante: alguien harto de estar metido en casa y ávido por salir al aire libre dice: “se me cae el techo sobre la cabeza”. Extranjera, viajo lentamente por la lengua nueva, así que me he detenido más de una vez en esta imagen siniestra preguntándome si en los edificios centenarios donde he vivido y viven tantos europeos no podría, literalmente, caérsenos el techo en la cabeza. Recostada de espaldas sobre la cama he considerado la probabilidad de morir yo también, como han muerto tantos, aplastada bajo los muros que segundos antes velaban mi insomnio. El problema no es que los seres humanos seamos mortales, explica el brillante escritor ruso Mijaíl Bulgákov en labios del mismísimo demonio, el problema es que somos mortales de repente.

Así Pompeya cuando erupcionó el Vesubio, así mi Ecuador tras cada terremoto, así Berlín, Londres, Hiroshima, Aleppo bajo las bombas. Un segundo estás vivo, acariciando la cabecita de tu hija, y al segundo siguiente escuchas el sonido de tu cráneo reventándose bajo el peso de tu propio techo.

El de Miami no era siquiera un edificio “histórico” (pero pasará a la historia). Tragedia sin guerra, dictadores ni huracanes. Era una de esas construcciones modernas de apariencia sólida, pero esencia inestable. Como la vida en estos países donde jugamos a que todo está dicho y hecho hasta que llega la lluvia...

No pudimos ni podremos controlar las erupciones volcánicas (hoy podemos quizá predecirlas, pero no evitarlas), ni los terremotos, huracanes, tsunamis o tempestades. Podemos, eso sí, dejar de echar concreto sobre la tierra creada para absorber humedad. Podemos construir menos y mejor, escuchar a los ingenieros que nos advierten sobre fallas estructurales, a los biólogos que nos ruegan respetar bosques, pantanos, laderas. Podríamos prevenir en lugar de lamentar, evitar las muertes evitables: vacunarnos, reparar construcciones a tiempo, luchar contra el calentamiento global. Porque existen ya tantas muertes imprevisibles, inevitables, violentas y desgarradoras, tanto dolor del cual no podremos salvarnos, que seríamos unos necios si no nos salvásemos sabiendo cómo. (O)