Si el objetivo era que hablaran de ellos, lo lograron. En cuanto circuló la pieza propagandística de la candidatura correísta, las redes sociales se inundaron de amigables borregos de peluche o de cualquier otro material fofo y moldeable. Las opiniones (no las de ellos, porque como borregos no tienen la facultad ni la atribución de opinar) se dividieron entre quienes la consideraron como una hábil estrategia de comunicación para la campaña y quienes la tomaron como una confesión de parte y como un desprecio a los propios militantes. Los primeros, apoyados en la teoría que alguien les sopló, sostenían que se trataba de una forma de resignificación, es decir, una manera de convertir un calificativo despectivo en algo positivo. Pero, como se hizo evidente de inmediato, la cosa no iba por ahí.

Borregos, tiktoks, canciones y eslóganes, las estrategias de los candidatos a la Presidencia durante la precampaña

La resignificación ha operado desde tiempos inmemoriales, cuando nadie se imaginaba que se crearían teorías de la comunicación para explicar ese y otros fenómenos masivos. Los cristianos que iban dóciles al sacrificio fueron un ejemplo de la transposición del término negativo (y que llegó a ser riesgoso) con que se los denostaba. En una época más actual, los estudiantes parisinos del famoso mayo del 68 hicieron lo mismo cuando se asumieron todos como judíos alemanes, que fue la manera despectiva que había utilizado una de las autoridades para descalificar al dirigente universitario Daniel Cohn Bendit.

En estos y en muchos otros casos el calificativo tuvo una connotación denigrante por el juicio de valor asignado por quien lo profirió. Era una manera de darle una valoración negativa a una condición propia de los aludidos. Dicho en otras palabras, una característica o una cualidad de una persona o de un grupo de personas se convertía en un insulto. Por ello, no solo era muy sencillo para estas personas hacer la resignificación, sino que era una excelente manera de afianzar su identidad y de fortalecer su posición. Incluso lo mismo podría decirse para calificativos usados históricamente, como rebeldes, agitadores, subversivos o –más cercano a nuestra experiencia reciente– forajidos. En todos ellos había un componente identitario y sobre todo tenían un carácter activo que era ideal para alimentar la movilización.

En el calificativo de borregos no se encuentra ninguna de esas características. Al contrario, el término es usado como sinónimo de dócil, apocado, sometido, acarreado, pusilánime, torpe, ignorante y un sinnúmero de calificativos que indican ausencia de pensamiento y voluntad. No llama la atención que los dirigentes hayan decidido utilizarlo para la campaña, ya que siempre establecieron una línea vertical. Las decisiones, en forma de órdenes, van desde el líder que todo lo ve y todo lo sabe hacia la masa que debe acatar, obedecer y aplaudir. Todo ello sumisamente, por supuesto, como reivindicó la actual presidenta del movimiento.

Pero, después de un par de días, las mismas redes que se poblaron de los amigables y fofos borreguitos, difundieron la lapidaria escena de Lisa Simpson, siempre amiga de causas nobles, trasquilando a uno de esos animalitos para aliviarle de su espesa lana. Con sorpresa y asco ve al verdadero espécimen que estaba bajo esa piel y encuentra una más de las verdades que oculta la apacible vida de Springfield con Homero como su arquetipo. (O)