El entusiasmo de mis nietas por volver a clases me ha traído gratos recuerdos de la vida colegial. Cuando niña, al poco tiempo de ingresar al colegio La Asunción, en el barrio del Centenario, nos trasladamos a un moderno complejo de edificios en la vía a Daule. Es hasta hoy un misterio por qué las monjitas pidieron a mis padres que el último día en el viejo local yo cantase Adiós al colegio, adiós, melodía de una película protagonizada por la joven actriz Marisol, de quien los niños estaban perdidamente enamorados.

El día en cuestión aparecí en el escenario, dispuesta a conmover hasta a la madre superiora, pero cuando me encontré con decenas de miradas parentales y clericales expectantes, entré en pánico. Tras bastidores, las monjas, asustadas de que les arruinara el evento, pusieron un disco de vinilo de 33 rpm en un tocadiscos de aguja, con Marisol entonando la bendita canción. Yo, enmudecida, opté por mover los labios simulando cantar, como ventrílocuo de Don Cheto. Al terminar el acto, los presentes felicitaron a mi familia, comentando: “¡Qué gran voz la de esta niña! Taaan parecida a la de Marisol”.

... cuando me encontré con decenas de miradas parentales y clericales expectantes, entré en pánico.

En la secundaria, mis profesores favoritos eran la dulce miss Virgi, maestra de Gramática; el señor Vargas, con su bigotito y buen humor, que hacía llevaderas las clases de Matemáticas; la sabia señora Norma, quien nos enseñó a amar las tragedias, dramas y comedias; la miss Solange, directora del coro, con quien aprendimos a cantar ¡en ruso!; la exigente señorita Sara, quien no perdonaba un ‘por ahí’ en un examen oral. “¿Por ahí en 1492, dice usted? ¿Por dónde? ¿Acaso está usted en una carabela?”, reclamaba a quien tuviera al frente y nosotras reíamos bajito, so pena de que nos acribillara a preguntas.

A la hora del recreo, mis compañeras hacían deporte, tomaban un refrigerio, se entresacaban las cejas o conversaban, especialmente sobre chicos. Para mí, que tenía hermanos varones mayores, y a sus amigos frecuentemente en casa, el tema ‘chicos’ no era el predilecto, así que jugaba voleibol; recorría las colinas que cercaban el colegio; compraba un Manicho, la barra de chocolate de la época, y me sentaba en cualquier escalera a leer alguna novela negra; o revisaba las carteleras situadas en los corredores de los diversos pisos para ver qué publicaban. Yo soñaba con organizar la de mi curso y cuando me asignaron la tarea estuve feliz. ¡Al fin podría usar los grandes marcadores de colores que mamá donaba al colegio, destinados en exclusiva para avisos importantes en las carteleras!

Ya adolescentes, el colegio había pasado a manos de monjas centroamericanas, así que, si antes nos dirigíamos formalmente a la mère Cécile o la mère Agnès, ahora nos tuteábamos con sor Yadira y sor Odalys. Un domingo, al regresar de un retiro espiritual, llegué a casa tarareando la versión subversiva de Vasija de barro: Yo quiero que a mí me entierren / como a revolucionaria / envuelta en bandera roja… Y bueno, hasta ahí llegó la relación familiar con las monjitas.

Sin embargo, nunca olvidé mi colegio y tal como cantaba Marisol: Yo prometo en juramento / que siempre en mi pensamiento / tu imagen he de llevar. (O)