Vivo un encierro pandémico voluntario. Me gustan la soledad y el encierro. Veo la ciudad desde una ventana que da al Pichincha. Fuera una vista perfecta a no ser por dos edificios desproporcionados, retorcidos y horrendos.

Veo el monte bordado en la luz celeste del amanecer quiteño. Veo el monte encenderse con los rojizos de la tarde. Veo a la ciudad llover o granizar. Me gusta la calma de simplemente ver.

Pero un inquietante mail me anuncia que por un juicio de coactiva que el Estado sigue a un proveedor, a quien no he visto 10 años y al que no debo nada, seré solidariamente responsable de cientos de miles de dólares que debe. Vuelo a salvar mi pellejo sin fijarme en nada, excepto un horrendo letrero ilegible (que seguro será de neón) en la bella Circasiana.

De regreso a mi vida solitaria me fijo en la belleza del jardín y el edificio de la Cancillería. Una suerte de orgullo viejo me hace sonreír, giro hacia el parquecito de la Carrión y veo con gusto la Casa Atenea en la 9 de Octubre y Gil Ramírez Dávalos, pero al costado están dos o tres casas de las de antes con un feísimo volado para la fotocopia, el ceviche, el banco amigo.

Veo al colegio Borja detenido en el tiempo; los viejos robles imperturbables siguen de pie; y, a pocos metros, en la vereda del frente, una casa parada en la nostalgia, golpeándonos con su belleza de antaño, sacudiéndonos para hacernos reaccionar. Son dos las casas lindas. En la esquina de la Luis Cordero y Colón, el hotel Ambassador despliega su remozada vejez, cuenta del paso del tiempo, del abandono, pero ahí sigue con esa dignidad que tienen los pobres. Al cruzar la avenida Colón, en la Santa María, una casa rosada muere de angustia, pero frente a ella otras dos casas bellísimas, una intacta y otra sucia, se aferran ante su muerte inminente, ante el cemento. Luchan impasibles por permanecer.

Al cruzar la Orellana todo se vuelve muro, micromercado, letreros, cemento sin fin. La Eloy Alfaro ganaría el Récord Guinness de los edificios feos. Sigo por la otrora avenida de Las Palmas, con sus palmas de pie, con la misma dignidad del pobre que los álamos del colegio Borja observan el tráfico caótico, agresivo, la ciudad que se abre hacia la supuesta modernidad, hacia la frialdad, hacia el desorden, hacia el absurdo.

La realidad se intensifica con edificios más nuevos y más feos. En la esquina de la avenida República, veo una mole rojiza, ¡qué cosa tan fea, quién lo permitió, quién lo construyó, no hay derecho! Por suerte, y como un respiro para no morir de asfixia y de cemento, el parque La Carolina abre sus brazos: ahí están sus árboles, ahí está su césped un poco amarillento por el largo verano. Reverdecerá pronto con ese verde rebelde que le da el invierno.

Los rótulos en la Shyris se pelean por ser grandes y toscos. Sin anestesia, y en una sola esquina, una se entera de que en esta ciudad hay un templo islámico, shampoo antirresequedad, carne cruda y embutidos, hamburguesa con jalapeño, mascotas, autos, carne con papas: motivos de agobio.

Acelero. Me urge llegar a mi ventana a deshojar nostalgias, como quien deshoja margaritas. (O)