¿Quiénes toman decisiones en la democracia tumultuaria? ¿Quiénes aclaman a los caudillos; quiénes hacen de la militancia un dogma? ¿Son pueblo o son turbas? ¿Quién es el titular del poder: el que hace el discurso o quien mansamente lo aplaude?
La democracia de masas plantea problemas que van quedando sin respuesta entre el tráfago de la política, y que es necesario resolver si se quiere ser leal a la democracia que se ha convertido en lugar común, en pretexto para perfeccionar el dominio, para justificar la coacción y someter a los adversarios. Al poder –a los poderes– no le interesa plantearse estos temas y, menos aún, encontrar las respuestas.
El poder se ejerce, no se piensa. El poder es pura acción, decían los fascistas. Además, bucear en estos asuntos puede resultar peligroso: a lo mejor, resulta que el poder no es tan legítimo como se proclama, que el pueblo no es la entidad que designa y delega, que es una ficción, un pretexto o un recurso electoral. A lo mejor, resulta que los niveles de representación son irrisorios o nulos. O que la propaganda enturbia las convicciones, y que los sondeos envenenan los procesos y tergiversan las creencias. Todo eso se puede descubrir. Y esas sorpresas serían muy incómodas para caudillos, dirigentes o partidos, y para sus cortesanos.
El miedo a descubrir la verdad nos hace cerrar los ojos a hechos que, a cualquier persona juiciosa, le indicarían que vivimos de ilusiones que no resisten la confrontación con la cruda realidad.
A veces pienso que la democracia en la que nos hemos instalado es un sueño del que no queremos despertar. Que es un conjunto de supuestos que apalancan el poder, que “explican” las renuncias a la libertad, las abdicaciones de la responsabilidad. El miedo a descubrir la verdad nos hace cerrar los ojos a hechos que, a cualquier persona juiciosa, le indicarían que vivimos de ilusiones que no resisten la confrontación con la cruda realidad. Es posible que ese grave divorcio entre la ficción que hemos abrazado y la verdad que nos acosa explique la inestabilidad, la inutilidad del poder, el autoritarismo, las visiones tachas que quieren sintetizar la complejidad y la riqueza de la vida en una consigna, en una frase, en una hipótesis que pronto se convierte en dogma.
El poder usualmente apuesta a la fe del carbonero de la gente y la explota con habilidad, cuando no con cinismo. Los dogmas, los carismas y las magias de los caudillos de todos los pelajes descartan el juicio responsable y la elección consciente, y domestican a los hombres. El problema es que cuando se reniega de la crítica y se admite, por interés, por miedo o por pereza, el absurdo de que las “verdades políticas” son intocables, el ciudadano desaparece y nace el súbdito, el sometido, el sujeto que aplaude. Entonces, queda en evidencia que el pueblo, como entidad consciente, con voluntad e ilusión, no existe. Que existe una turba que adhiere al poder o que lo combate, una turba que demanda cosas y exige víctimas, que arrancha y lincha si es preciso.
La democracia necesita del juicio crítico. El poder necesita de la oposición, porque lo peor es la unanimidad. Si ella triunfa, significa que la sociedad civil ha renunciado a sus libertades. Y que habremos clausurado la ilusión de una República. (O)