Los tiempos cambian y no siempre para bien. Como decía el poeta Manrique, cualquier tiempo pasado fue mejor. Y retrotrayéndonos a épocas pretéritas, recordamos a nuestros padres, quienes, presidiendo la mesa, con la sola mirada o aun con sus silencios, guiaban nuestros actos, con un respeto casi absoluto. Nadie osaba dejar su silla antes de que él lo hiciese, menos alzar la voz o decir una grosería. Y ese mismo comportamiento se proyectaba en la comunidad. Hoy, es diferente. ¿Cuándo perdimos la brújula? No lo sabemos, pero es evidente que tenemos una sociedad descompuesta. ¿Qué falta? La presencia de ambos padres en el hogar para dar lo que escasamente entregamos ahora: disciplina, orientación, ternura, comprensión, tolerancia, compañía y amor.
Lamentablemente, muchas mujeres, cuando pierden la conexión con su pareja, y peor cuando esta ya no lo es, intentan –y a veces, por desgracia, lo logran– separar a hijos de sus progenitores. ¡Cuánto daño causan a unos y otros! Y en su ceguera provocada por los celos, porque no admiten que ese cariño que otrora les dispensaba su marido o conviviente ya no está más con ellas, sino con otras, arremeten contra estos, involucrando en su venganza a las criaturas.
Entonces, se valen de ciertas disposiciones legales y de supuestos expertos en la materia para privar a los hijos de su derecho a tener una identidad paterna, de conservar el contacto con su padre, de abrazarlo, jugar con él, contarle sus dichas, sus penas y compartir sus frustraciones y anhelos. Y, vía un juicio de divorcio, en el que se discute la tenencia y se fija la manutención, muchas féminas descargan sus insatisfacciones y tratan de romper el lazo paterno, indispensable para un correcto crecimiento, llegando, incluso, algunas, a dejar que se acumulen las pensiones alimenticias impagas para obtener la orden de encarcelación del ex. ¡Cuánta maldad! Aquí ya no se trata de que los niños necesitan alimentarse, cuyo derecho no está en discusión, sino de cuánto tiempo el individuo va a permanecer encerrado y en precarias condiciones. Y a fin de incrementar el tormento, se valen de argucias para negar las visitas a los pequeños, quienes las esperan con ansias pese a improperios que han escuchado en contra de aquellos, visitas de pocas horas que no compensan largos ratos necesarios para la buena salud mental de los chicos.
Infantes y adolescentes requieren de la presencia paterna. Nada más cruel que privarlos de sus beneficios. Su ausencia puede producir un impacto negativo en el desarrollo emocional, ocasionando baja autoestima, inseguridad, ansiedad, depresión, poca concentración en estudios, dificultad para gestionar emociones, problemas de conducta, sentimientos de abandono y vacío interior, afectando su bienestar y su capacidad para construir relaciones saludables a futuro.
La presencia de los padres, la comunicación que se establece entre la familia, el intercambio de mensajes afectivos, la modelación de emociones que se observan, practican y reciben durante la infancia son útiles para la supervivencia a lo largo de la vida, dicen los psicólogos.
Comprendamos que negar a hijos la cercanía con sus padres es como inyectar veneno en las venas. (O)