La convocatoria a una Asamblea Constituyente no debe entenderse como un gesto político oportunista, sino como una necesidad institucional urgente.

El modelo constitucional vigente desde 2008 ha demostrado sus límites: la estructura del Estado, los principios de su funcionamiento y el alcance de los derechos consagrados presentan contradicciones que comprometen la estabilidad nacional.

La Constitución de Montecristi nació con un propósito refundacional, pero sin los consensos que garantizan legitimidad. Su aprobación respondió más a una voluntad política que a un diálogo plural. Desde entonces, el país enfrenta un marco jurídico desbordado por su extensión, contradictorio en su interpretación y débil en su aplicación. Los resultados están a la vista: debilitamiento institucional, inseguridad jurídica y pérdida de confianza ciudadana.

El texto constitucional, en su búsqueda de amplitud, desdibujó la noción del Estado unitario. La justicia indígena, reconocida sin delimitación suficiente, ha derivado en conflictos de competencia y tensiones con el sistema judicial ordinario. De igual modo, la proclamación de la plurinacionalidad, aunque legítima en su espíritu inclusivo, ha abierto debates que ponen en riesgo la unidad jurídica del Estado.

En materia económica, el modelo constitucional mantiene una visión estatista que limita la inversión privada y la cooperación internacional. Los artículos 313 y siguientes restringen la participación del sector privado en áreas estratégicas, afectando la generación de empleo y el crecimiento sostenible. Un Estado sobreendeudado y con limitada capacidad de gestión no puede garantizar los derechos que proclama.

Pero el mayor déficit es social. Según el INEC, más de 470.000 ecuatorianos adultos no saben leer ni escribir, y la tasa de analfabetismo supera el 6 %. Estas cifras desmienten la promesa de una “Constitución de derechos” y revelan un Estado incapaz de cumplir sus obligaciones esenciales.

La asamblea constituyente se presenta, así, como el instrumento democrático idóneo para rediseñar el pacto nacional. No se trata de sustituir un gobierno, sino de reformar la estructura del Estado para recuperar su coherencia, eficacia y legitimidad. Entre sus objetivos principales deben constar: reafirmar el Estado de derecho; establecer un sistema bicameral que eleve la calidad del debate legislativo; fortalecer el control político y la fiscalización; y, redefinir las bases del desarrollo económico sobre la seguridad jurídica y la responsabilidad social.

Una nueva Constitución debe ser breve, clara y estable; debe reconocer la diversidad cultural sin fracturar la unidad nacional, y garantizar derechos realistas que el Estado pueda cumplir.

Convocar a una asamblea constituyente no es un salto al vacío. Es un acto de madurez republicana, una oportunidad para reconciliar al Ecuador con su historia y con su futuro. Solo así será posible reconstruir la confianza ciudadana, restablecer el equilibrio entre poderes y devolverle a la República el sentido de propósito que la Constitución de 2008 no logró consolidar. (O)