El optimismo que transmitimos en estas fechas en que mecánicamente deseamos felicidades a conocidos y extraños se disuelve en cuanto vemos-oímos-reenviamos las noticias del día. Es imposible cerrar los ojos y los oídos al siempre creciente número de asesinatos y muy difícil ignorar la velocidad y la creatividad con que se multiplican los delitos. No es nuestro estado de ánimo el que se refleja en esas palabras y en aquellos abrazos cuando la inseguridad se ha tornado parte constitutiva de la cotidianidad. Palabras y abrazos expresan una esperanza cada vez más remota, que tiene más de utopía ficticia que de situación terrenalmente realizable.

La sensación de desasosiego se incrementa si miramos a la economía del país. Nos alegramos por el anuncio de un crecimiento algo superior al dos por ciento o, en el mejor de los casos, de unas décimas por encima del tres, sin considerar que la población crece casi a ese mismo ritmo. En otros términos, nos autocomplacemos al saber que en el nuevo año estaremos marchando en el mismo terreno, como lo hicimos durante las dos décadas finales del siglo pasado y como lo hemos hecho a lo largo de las dos primeras del presente. Pasajeramente nos salvó el milagro de los precios altos del petróleo, pero en el recuento del periodo completo el saldo es negativo en términos del ingreso por habitante.

Saltamos de contentos cuando nos informan que unas entidades ligadas estrechamente a los prestamistas internacionales redujeron el riesgo país, sin detenernos a mirar que sigue siendo casi el doble de nuestros vecinos más cercanos y más parecidos a nosotros. También festejamos cuando nos dicen que la pobreza se redujo en medio punto porcentual y no nos llama la atención que la desigualdad se haya incrementado en las últimas décadas. No solo que no nos importa lo que todo eso significa para la convivencia social, sino que no nos detenemos a pensar en la relación que existe con el incremento de los niveles de violencia.

El sentimiento negativo se incrementa cuando miramos al sistema de salud, tanto al que depende directamente del gobierno por medio del ministerio por el que transita casi una decena de ministros por año, como al que depende de esa cueva oscura a la que su dueña, la ciudadanía, no tiene acceso ni siquiera como información. Ambas áreas, la estatal y la que se supone es ciudadana, constituyen el paraíso de las mafias que operan a plena luz del día. Obviamente, un seguro privado soluciona el problema de la salud y, con un esfuerzo adicional, también puede arreglar el de jubilación, eso sí, siempre que se forme parte del cuatro por ciento de la población.

Sí, el optimismo es necesario y son convenientes los ritos al respecto. Pero ese mismo optimismo resulta vacuo si no va acompañado de la voluntad de contribuir al cambio de la situación que venimos arrastrando por demasiado tiempo. Momentos como los que vivimos en estas semanas son ideales para hacer el cambio, para comprender que los deseos que expresamos a la familia, a las amistades e incluso a quienes no conocemos –sobre todo a estas personas que apenas forman parte del paisaje– se conviertan en decisiones de cambio. Un cambio colectivo, no solo individual. Como decía César Vallejo: “Perdonen la tristeza”. (O)