La noticia de que una mujer colombiana ha sido nombrada directora del Instituto de Ciencias Matemáticas de los Estados Unidos, uno de los más importantes del mundo, me alegra profusamente porque combate el cliché de que las mujeres tienen menor inteligencia numérica. En este saber como en tantos, las circunstancias históricas arrinconaron a las mujeres, las hicieron dudar de sí mismas y las confundieron respecto de sus talentos. Yo misma trato de clarificar por qué fui el típico producto de la división humanístico-científica, que me convenció de que en las letras radicaba mi exclusiva capacidad.

En la primaria me fue bien con los números. Recuerdo que aprendí con gusto la división decimal, las fracciones y los quebrados, y que me encantaba la geometría. La secundaria fue otro cantar: me topé con una profesora cuyo estilo seco, voz amenazadora y talante férreo inspiraba terror, a más de recibir sus clases a las tres de la tarde, cuando mi pubertad se balanceaba en el sopor de un aula con 30 estudiantes. El efecto fue demoledor: me distancié para siempre de las matemáticas. En adelante me aburrí con los demás maestros –nunca muy amigables porque en la tradición de la materia se concentra mucho del respeto-temor que inspiran–, siempre necesité un profesor de refuerzo en casa y si no tuviera prudencia, escribiría aquí el nombre de la compañera que me salvó en más de una ocasión, con susurros bien dirigidos en los momentos de exámenes.

Luego de que se asentaran mis destrezas profesionales –y pidiendo ayuda a la hora de hacer promedios, tablas informativas y estadísticas de rendimiento– me he preguntado por esa cómoda explicación que fue la teoría de las inteligencias múltiples. Bastaba reconocerse en un ámbito específico –el numérico, el de la lengua, el espacial, el del cuerpo– para quedarse tranquilo. Pero ¿acaso una inteligencia corriente no debía tener acceso a los conocimientos y habilidades generales? Ya en la universidad estudié lógica con pasión, la filosofía me acostumbró a las abstracciones y las teorías de variados ámbitos pusieron marco al conocimiento e identificación de lo preciso y concreto.

Si las matemáticas desarrollan la capacidad para identificar modelos, formular y verificar hipótesis, calcular, utilizar el método científico y los razonamientos inductivo y deductivo, es fácil ver cuán necesarias son esas operaciones del intelecto desde para la vida diaria hasta para objetivos más altos. Tiene razón, por tanto, la doctora Tatiana Toro cuando afirma que “las matemáticas enseñan a pensar críticamente, a resolver problemas, no importa cuál sea la profesión que el niño elija”. Y apunta al viejo y central problema: tiene que cambiar la forma en que se la enseña, “tiene que ser un juego en el que uno mismo pueda descubrir las reglas”, verdad obvia confirmada por los teóricos de la pedagogía, aunque la realidad sea la que ocurre en el aula. Y allí niños y jóvenes siguen sufriendo distanciamiento y rechazo por esa veta fundamental de estudio.

Entiendo que el malestar ocurre con cualquier área del conocimiento. A ciertos profesores les importa más programar, escribir informes, ahora velar por la combinación de las clases híbridas, que por lo que está ocurriendo en la psiquis de los muchachos, en ese plano invisible y casi irreversible que es el terreno en que se asientan el saber y las destrezas. (O)