¿Para qué sirven los juicios políticos? ¿Para qué se los usa? ¿Han mejorado nuestra democracia? ¿Han contribuido a formar una clase política culta, responsable y honesta? Seamos sinceros. La verdad, la realidad es que los llamados juicios políticos, tal como ellos están estructurados y usados en el Ecuador –que es lo que importa–, únicamente han servido para chantajear y corromper. No nos engañemos.

Desde los primeros juicios políticos de cuando regresamos a la democracia en 1979, esto es, los que se siguieron en contra de los doctores Carlos Feraud Blum en 1981 y Eduardo Ortega Gómez en1982, dos personas de intachable integridad, hasta el juicio que en 2024 se siguió contra vocales del Consejo de la Judicatura, pasando por aquellos contra Dahik (1995) y Abdalá (1997) o el que se siguió en contra de los jueces constitucionales en 2007 y, en fin, las decenas de juicios políticos que hemos tenido como desfile de circos, incluyendo el fraguado contra Lasso, todos ellos, han estado teñidos de extorsión.

¿Qué nomás se les pidió a los acusados a cambio de no ser enjuiciados? ¿Qué cargos debían entregarse; qué sentencias millonarias debían dictarse en favor de algún personaje; qué consulado regalarse; qué licencia darse; qué contrato firmarse; qué funcionario debía botarse; qué reglamento dictarse o qué licitación “amarrarse”; e inclusive cuánto dinero debía darse para no ser removidos? Para eso han servido los juicios políticos, para saciar el voraz apetito de sanguijuelas hambrientas de poder, plata o figuración. Evitemos las hipocresías, por favor.

A lo anterior deben añadirse los problemas que adolece el juicio político como tal. Para comenzar, no distinguimos entre el enjuiciamiento político como una expresión de reproche político en contra de un funcionario por su conducta –algo legítimo en una democracia– y el permitir que, además, como resultado de ese enjuiciamiento el funcionario sea removido. Los ministros de Estado, por ejemplo, en un sistema presidencial no deben responder sino ante el presidente que es quien los nombra; algo que lo recogió acertadamente la Constitución de 1998. Es el presidente el que los puede remover por razones políticas (él cargará con el peso de un mal ministro); pero no la legislatura, puesto que ello es propio de sistemas parlamentarios. Más grave aún: en vista de nuestro absurdo sistema unicameral tanto el enjuiciamiento político como la remoción lo decide el mismo órgano. Es decir, es juez y parte. Y luego hay un serio problema con las causales por las que un funcionario puede ser enjuiciado y removido, y el tipo de mayoría que se exige para que prosperen el juicio y la remoción, que, como dije, las confundimos.

Querer lanzar a los jueces de la Corte Constitucional a que enfrenten juicios de carácter político (¿por sus sentencias…?) sin primero debatir a fondo la conveniencia de mantener tales juicios –o de al menos modificar su ámbito, procedimientos y condiciones si se opta por mantenerlos–, en el contexto de una nueva arquitectura constitucional, es un error enorme. Es echar a los jueces constitucionales al lodazal de la extorsión y el chantaje. Magistrados que de paso ya están sujetos a control en sede judicial por infracciones concretas, como lo están todos los funcionarios públicos. (O)