“Los defectos de nuestros hijos suelen ser deficiencias no solo de los padres, sino también del Estado” (Marco Aurelio). El tiempo es limitado. Y por eso, su uso se vuelve ineludible. En lo personal, como en lo público, el tiempo siempre empuja hacia una disyuntiva: construir un legado histórico o quedarse en la apariencia y la imagen. Dos caminos que no conviven. Uno edifica. El otro desgasta.

En las últimas décadas hemos presenciado el deterioro progresivo de los pilares que alguna vez sostuvieron a la sociedad: la familia como núcleo esencial, la educación como vehículo de movilidad, la ética como brújula, la meritocracia como principio y el servicio como vocación.

Hoy, en cambio, priman el individualismo, la vanidad, el cálculo, la apariencia. El afán de quedar bien ha desplazado la urgencia de hacer el bien. Y esa renuncia tiene consecuencias: las vemos en las calles, en las pantallas, en las fracturas cotidianas que definen la vida de millones. La cosecha no es solo pobre. Es peligrosa.

La violencia es el síntoma más visible de una sociedad sin estructura. Gandhi lo dijo con lucidez: la violencia es el recurso de la incompetencia.

No se trata solo de criminalidad, sino de un derrumbe moral, lento y sostenido de principios esenciales. Y la señal más alarmante de este colapso es nuestra incapacidad –¿o desinterés?– para tomar decisiones estructurales.

Pero el problema no se agota ahí. El ejercicio del poder –el verdadero, el que transforma– exige distinguir entre lo urgente y lo importante. No todo lo inmediato es vital, y no todo lo estructural puede seguir postergándose. Ahí radica la diferencia entre un político y un estadista: ordenar prioridades es más decisivo que entusiasmar con discursos.

Hace poco encontré una vieja grabación de mi padre. Por un breve periodo, fue funcionario en Foderuma, el Fondo de Desarrollo Rural Marginal. En aquella cinta, registrada en una reunión comunitaria, hombres y mujeres de distintas provincias enumeraban con claridad las necesidades básicas de sus representados: reservorios de agua, subcentros de salud, escuelas, semillas, crédito. Lo más estremecedor no era la urgencia de aquellos pedidos, sino constatar que tantos años después esa misma lista sigue vigente. Al cierre de la jornada, mi padre, con su estilo muy humano, les decía: “Quiero regresar algún día, con mi hijo y esposa, y que nos reciban con abrazos, no con palazos”.

Eso, para mí, es legado. Comprender que el servicio público no es un escalón ni un espejo, sino una tarea. Una responsabilidad que no se mide por la cantidad de obras inauguradas, sino por la dignidad que siembra.

En nuestro tiempo, muchos políticos han desperdiciado el tiempo. Han gobernado con el calendario de una campaña, no con la brújula de una visión. Y así han hipotecado la posibilidad de formar mejores ciudadanos, con acceso a lo esencial: salud, educación, oportunidades, libertad.

El tiempo no pasa en vano. Ni tampoco nosotros. Legado y servicio van de la mano. Y al final, más temprano que tarde, llegará la pregunta directa, sin espacio para evasivas ni retórica: ¿seremos recibidos con abrazos o con palazos? (O)