Los chats son un medio de expresión muy importante. No hay quien no forme parte de alguno de ellos y quien no reciba mensajes, envíe textos, remita memes, o ponga atención al cuento, a la verdad o a la mentira que llegan por allí.
Todo el mundo opina y descubre habilidades escondidas; algunos presumen de sabiduría, otros se informan, discrepan y se preocupan. Por el celular nos llegan la violencia callejera, las noticias de la guerra, las suposiciones y, a veces, también las alegrías.
El hecho es que la tecnología nos ha cambiado la vida, a tal punto que cuando vemos un noticiario en la televisión, ya sabíamos lo que nos cuentan, y la última noticia que se reporta allí nos suena a veces a asunto viejo. Ya sabíamos. Nos llegó a medianoche y, si aún tenemos algo de sensibilidad, nos provocó insomnio.
¿Los chats son útiles?, sí y no. A veces nos inspiran e informan, pero también nos fastidian, nos mienten y saturan, y es preferible ignorarlos. Nos ilustran a veces, pero, con frecuencia, el chateo se transforma en una chacota que entierra los temas más sublimes en un video de TikTok, o en una suposición banal.
En todo caso, el chat y las redes están “formando una cultura”, y una rara cultura, si así puede llamarse a esta costumbre de no despegarse del teléfono, “cultura” que no requiere libros ni estudios, que apuesta a la superficie, al texto de cien caracteres, a la copia de lo que dice la IA (inteligencia artificial), al reenvío de lo que llegó emboscado en la novelería de alguien o en el cálculo del otro. Porque llega de todo, se habla de lo inimaginable, se fabrican historias y se inventan teorías. Pero lo esencial es el espectáculo, la vida como parodia.
Los temas de fondo también sufren las consecuencias de semejante “cultura”. Y hay quienes, y con razón, señalan con firmeza que la ciudadanía se desvirtúa desde la comodidad del chat, desde la poltrona que impone el teléfono. Y tienen razón, porque, con demasiada frecuencia, la acción política, o sea, el ejercicio de la democracia, se agota en un mensaje, en un reenvío, en una carita feliz, o en una chanza, y, peor aún, en un video de TikTok, que es el extremo de la desnaturalización de la opinión.
Lo grave es que la democracia es opinión. Y la mejor democracia, la que ya no existe, es la opinión informada y bien formada. Es el criterio, pero también es el compromiso y la actividad cívica, la gestión ciudadana, que no se agotan en la respuesta breve ni en la especulación. Y, menos aún, en el debate intrascendente.
La verdad es que con la facilidad del chateo, todos pecamos de comodidad. Entonces, habrá que plantarse si la democracia es eso, si el civismo está encapsulado solamente en el chat, y si la cultura está también por allí. Habrá que pensar. Y si se piensa, entonces el chateo y sus falencias y virtudes habrán servido para reflexionar sobre el poder que tenemos en la mano y sobre las infinitas posibilidades de las que esa herramienta nos provee. Eso sin aludir a la inteligencia artificial y sus complejidades, que es otro tema. Más arduo y enorme, ciertamente. (O)