“Quien quiera darse un baño de dolor, espiritual y moral, total y definitivo, un dolor que no se olvidará nunca en la vida; quien quiera que le duela hasta la misma ecuatorianidad, hasta sentir vergüenza de su propia condición de ser humano, que vaya a visitar el manicomio de San Lázaro”... (Más allá de la simple receta. Franklin Tello Mercado, 1973).

Tal vez hoy el Dr. Tello escribiría cárceles en lugar de manicomio, o tal vez –horriblemente– hogares. El 21 de febrero la policía apresó a 9 hombres y una mujer que venían violentando por mucho tiempo –una de ellas más de 12 años– a niñas desde edades tan cortas como los 4 años. La Operación Querubín se inició con las declaraciones de una joven que logró huir de las garras de quien la violaba por más de nueve años desde la infancia, su padre. Ella tiene tres hijos fruto del incesto y quién sabe cuántos horrores más en su corta vida.

El operativo que abarcó cuatro provincias se inició en Puerto Quito, donde viven alrededor de 17.000 personas que no dijeron nada ante años de abusos en varias viviendas. ¿Cuántas niñas van a escuelas, centros de salud, tiendas, pasan frente a vecinos, visitan a sus familiares sin que nadie haga algo para detener el maltrato, abuso, violación continua en la que viven? Es imposible que todos sean ciegos, sordos, ingenuos ante las evidencias que deben tener esas criaturas en sus pieles. ¿Nadie nota su tristeza, miedo y calvario? ¿Cuántas más padecen estas torturas en tantos otros sitios de esta tierra ecuatoriana tan acostumbrada a la sangre y dolor de sus mujeres desde la infancia?

Las agresiones en esas casas son el monstruoso inicio de vidas de muchas violencias: hambre, golpes, abandono, violaciones asumidas como destino. Niñas condenadas a sufrir, a estar rodeadas de cómplices que se van convirtiendo en parejas, tíos y padres virulentos e infelices. Esos niños no conocen de cariño o seguridad ni siquiera en sus hogares. Crecen con pocas alternativas, casi a nadie le importan. El fósforo de indignación por las niñas violadas se encendió en redes sociales con gritos de castigos inhumanos que iban desde la castración hasta la pena de suerte. Esa ira se apagaría en 48 horas por el siguiente incendio: la masacre de 80 reos en 4 cárceles del país con imágenes abominables de crueldad indescriptible. ¿Será que algunos de los que pedían pena de muerte para los monstruos que violaron a las niñas notaron cuán ineficaz es intentar disuadir a los violentos con esas penas perpetuas o de muerte? Ninguno de los que violan a sus hijas piensa que irá a una jaula infernal donde lo pueden decapitar cuando está agrediendo repetidas veces a su niña. No le importa, le parece normal. Conoce a varios que hacen igual o peor y no les pasa nada. ¿De dónde salen esos hombres que se amotinan en las pocilgas carcelarias del Ecuador?

Es parte de la cotidianidad, tanto que ni la violencia estructural contra mujeres o las crisis humanitarias del abuso que llegan hasta las cárceles merecieron debates, peor acuerdos políticos, en la campaña que terminó el 7 de febrero. ¿Cómo podemos cambiar estas estructuras torcidas del Ecuador? (O)