Es muy fácil caer presas del pesimismo y la desesperanza ante la grave situación del país. Los hechos nos golpean por todos los frentes, y lo más desgastante es la forma como la clase política se echa la culpa entre sí y no se dan una tregua en la guerra desatada entre UNES, PSC, Gobierno e indígenas –los protagonistas desde hace 22 meses– y tampoco soluciones tangibles a los problemas que millones atraviesan.

Al parecer, para ellos no existe o no importa la imparable violencia que antes se sentía especialmente en Guayaquil y ciudades cercanas como Durán, y que ya golpea a buena parte del país y de manera particular a Quito, con una ola de secuestros exprés, asaltos, robos violentos, que se denuncian por decenas.

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Desde hace pocas semanas, el Ecuador soporta una fuerte etapa de lluvias. Las consecuencias se escuchan a diario: deterioro de vías, derrumbes, bloqueos de carreteras, inundación de tierras cultivadas, de ciudades y caseríos, enfermedades provocadas por la acumulación de agua, especialmente en la Costa... Detrás de todo esto hay miles de personas a las que atender.

A estas se suman las heridas, las fallecidas y las afectadas durante el fuerte temblor que afectó a ciudades como Guayaquil, Machala o Cuenca. Estas centenas, mejor dicho miles de personas, necesitarán atención no solo inmediata, sino al mediano y largo plazo.

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¿Está ya nuestra clase política pensando en las alternativas para atender estos problemas? La respuesta la sabemos de sobra: no. Ni estas tragedias ni ninguna otra los conmueve. Sus prioridades no son mirar el país, es ver cómo lo destrozan en beneficio de sus particulares agendas.

Hace mucho que no les interesa porque es bueno, para ellos, que haya niñas de 15 años con dos hijos o más, jóvenes sin estudiar, personas sin ganar suficiente dinero para tener una vida digna. Les interesa mantener la pobreza económica y de esperanza porque de ella se sirven. Con ellas ganan elecciones sin importar qué propongan, es suficiente con que suene atractivo y sea contagioso. Clientelismo puro.

Los escándalos por corrupción no son más que una forma de mantenerse en la palestra. En el fondo no terminan por hacerse daño, porque se saben entre ellos demasiado. Sacar o poner un presidente –cuyo entorno se ha convertido en una vergüenza– es una movida muy bien conocida por ellos y sobre todo bien calculada, porque esa es nuestra clase política y así funciona y no hacemos mucho por cambiarla.

Por eso la desesperanza y las conversaciones en la que se habla de las aspiraciones de que los jóvenes se vayan y no regresen al Ecuador que los vio crecer, porque las posibilidades cada vez se achican más. Y que también lleva a que hombres y mujeres de más de 45 años planifiquen irse a recomenzar a veces de cero, para intentar tener una futura vejez con algo de paz y estabilidad.

Si la clase política es ciega ante esta realidad y no es capaz, como lo ha demostrado por mucho tiempo, de construir una sociedad más justa y democrática, como ciudadanos no podemos rendirnos. Tenemos no solo que exigirles que se depuren, sino que se reconstruyan, por el bien del país y nuestra democracia. (O)