“El Estado de derecho, el imperio de la ley, la separación de poderes, la libertad de expresión y la propiedad privada son elementos esenciales que garantizan el buen funcionamiento de nuestras sociedades, por lo que deben ser especialmente protegidos frente a aquellos que tratan de socavarlos”. “La defensa de nuestras libertades es una tarea que compete no solo al ámbito político, sino también a las instituciones, la sociedad civil, los medios de comunicación, la academia, etcétera”.
Cualquier demócrata suscribiría esos dos párrafos, como lo han afirmado los políticos ecuatorianos que se adhirieron a un manifiesto que contiene esos conceptos. Sí, las palabras son las apropiadas para manifestarse a favor de principios básicos para la convivencia social. Pero, como aconsejan los estudiosos de la semántica, a las palabras, a las frases, a los párrafos, en fin, a ese conjunto que denominan el discurso no se lo puede entender si no se considera quién es el emisor y sus objetivos. En términos sencillos, si el emisor es alguien que no comparte ni practica los principios contenidos en esas palabras y si su objetivo es instaurar un régimen alejado de esos mismos principios, el discurso pierde toda validez. En lugar de apoyarlo con su firma, un demócrata —si en verdad lo es— está obligado a rechazarlo y a denunciarlo como una artimaña.
Pensemos en lo que habrían hecho las personas que estamparon sus firmas si el emisor del documento hubiera sido el grupo mariateguista, que anda tan activo por estos lados; o la señora Ortega, que practica sus supercherías en Nicaragua. Sin duda, lo habrían rechazado, porque seguramente tienen clara consciencia de la contradicción que hay entre las palabras y las acciones de esos personajes. La pregunta, entonces, es por qué no actuaron de esa manera cuando les pidieron sus firmas para la Carta de Madrid. Este es un documento elaborado por un grupo que, situado en la antípoda ideológica de los dos señalados en el ejemplo, no se diferencia en nada de ellos en cuanto a la deslealtad hacia la democracia y la libertad.
Vox, el partido español que lo impulsa por medio de una fundación, nunca ha dejado de reivindicar la herencia de la dictadura de Franco ni ha ocultado su xenofobia y su racismo. Sin ir muy lejos, pocos días antes de que nuestros compatriotas estamparan sus firmas, en la campaña para las elecciones madrileñas divulgó mensajes de odio en contra de los inmigrantes, centrándose en los más débiles, los niños, a los que despectivamente llaman mena (menor extranjero no acompañado). El mensaje era que se debía eliminar e impedir cualquier forma de atención pública para ellos. Gran forma de entender la democracia y gran expresión de humanismo, como se puede ver.
Lo que llama la atención en los firmantes ecuatorianos es no solamente su adscripción a posiciones tan nefastas como las que dicen combatir, sino su ceguera política. Cuando el país dio un mensaje de rechazo a la polarización, estos políticos, que aparentemente tienen futuro, se arrinconan en un extremo. El tratamiento de bótox que intentó uno de ellos fue insuficiente para mejorar su aspecto. Pero, si lo lograra, perdería el apoyo de Vox porque se sentiría traicionado. Pobre, sin Vox ni votos. (O)