“Nada teme el que nada debe”. Ese antiguo adagio popular, repetido en la voz de muchas abuelas ecuatorianas, cobra vigencia frente al debate suscitado por la reciente aprobación en la Asamblea Nacional de la Ley Orgánica para el Control de Flujos Irregulares de Capitales, conocida en el debate público como Ley de Fundaciones.

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La norma establece un marco regulatorio para las más de 75.000 fundaciones y organizaciones no gubernamentales (ONG) sin fines de lucro que operan en el Ecuador, imponiendo controles financieros, auditorías y sanciones a quienes incumplan. Según su exposición de motivos, el propósito es claro: evitar que estas figuras jurídicas sean utilizadas como vehículos para fines ilícitos, tales como el lavado de activos, el financiamiento irregular o actividades contrarias al orden legal, como organizar un paro nacional o subvencionar al terrorismo.

La tendencia no es aislada. Varios países de la región –como Paraguay, Venezuela, Guatemala, México, El Salvador y Perú– han aprobado normativas similares, bajo el principio de que la transparencia y la rendición de cuentas no deben ser una excepción sino una regla común, incluso para entidades de carácter no lucrativo.

El juego político de las nuevas leyes

En este punto, la lógica es contundente: si una organización obtiene y utiliza fondos de manera lícita, no tendría motivo para temer a los mecanismos de control. Al igual que cualquier otra persona jurídica en el país, se trata de demostrar el origen, uso y destino de los recursos mediante documentación válida y registros contables auditables. Rechazar la norma bajo el argumento de un eventual “uso político futuro” resulta tan frágil como pretender inmunidad preventiva ante la sospecha de que las autoridades podrían, en el porvenir, actuar de manera arbitraria.

Sin embargo, lo que parecía un avance normativo necesario quedó empañado por la inclusión de disposiciones tributarias que poco o nada tienen que ver con la transparencia de las ONG. La ley introduce modificaciones en el cálculo del impuesto a los dividendos que deben recibir los socios o accionistas de las compañías, además de un anticipo obligatorio para evitar la acumulación de utilidades no distribuidas. En la práctica, ello constituye un nuevo tributo sobre utilidades ya gravadas, que desincentiva el ahorro empresarial y penaliza la reinversión productiva.

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El riesgo es claro: mientras la primera parte de la norma fortalece el marco de control institucional y se alinea con estándares internacionales de transparencia, la segunda parte podría generar un impacto negativo en el tejido empresarial. En un contexto económico que exige capitalización, innovación y estímulos a la inversión, castigar la reinversión con cargas adicionales resulta contraproducente.

La última palabra la tendrá la Corte Constitucional. Ojalá que, en un acto de equilibrio y responsabilidad, se preserve el núcleo de control a fundaciones y ONG, pero se corrijan las distorsiones tributarias que amenazan con debilitar al sector productivo. Porque, como bien enseña el refranero popular, nada teme quien nada debe… salvo cuando la ley, en vez de controlar, termina asfixiando. (O)