Al fondo, entre los ruidos alegres y juguetones de mis hijos, logro distinguir lo que algún periodista inicia algo así: “iniciamos este informativo con una nueva noticia de un hecho de sangre…”, me vuelve a recorrer un frío casi tétrico, esperando que no sea alguien que conozco, y me veo en mi pequeño espejo humano que me mira a los ojos, porque de entre los juegos con su hermanita, también escucho que alguien ha perdido la vida, y se entristece, le duele, a él, al que intento proteger de todas la contradicciones del mundo, y entonces me duele más, porque seguramente fue un “mi papito” de algún niño de la edad de ese pequeño que tengo frente a mí buscando una respuesta justa, porque a él no le puedo decir “son cosas de adultos”, porque tampoco le pude decir eso cuando la radio me ganó y mientras íbamos conversando del sueño de ser piloto de carreras en el futuro, escuchó que en otro país habían acribillado a 18 niños de casi su edad (en una escuela de Texas, EE. UU.), tampoco le pude decir que no se preocupe porque no es donde el vive, porque para él y su ternura, las visas y las fronteras no existen, él solo entiende que aquellos niños ya no pueden ser más, ni astronautas, ni médicos, ni pilotos, ni nada, porque simplemente ya no son… y empatiza con ellos a los que no conoce y le vuelve a doler, y me pregunta ¿por qué hizo eso?, y ya no me puedo quedar más en silencio, y le digo que no se preocupe, pero él me pregunta por su hermana, y me vuelve a asustar que un manojo de siete años de vida le quepa más humanidad que a la suma de todos los que nos tomamos el tiempo de leer el periódico.

... en nuestro país o en el país ‘perfecto’ de Disney, la violencia nos hace vivir un infierno al que no debemos naturalizar...

Y es que en algún punto de nuestra vida dejamos de ser como un niño al que le asusta la violencia y empezamos a especular, y a juzgar, porque claro, ahora que ya somos grandes señalar con el dedo es parte de nuestro actuar, y cuando vemos acribillado a una persona como nosotros, no se ven reflejados nuestros miedos y dolores, sino que vemos un “es que seguro andaba en cosas malas”, “de seguro es de la banda contraria” y los que son todavía más avezados, lanzan toda su experiencia de vida y escupen en voz alta y en sus redes personales, “pero es que también se portó cojudo, como va a tentar así a la suerte”... como si de suerte se tratara para empezar.

No vengo ahora a hablarles de la seguridad ni de mis personales conclusiones sobre la violencia estructural del Estado, ni de la poca coherencia punitiva, solo les quiero recordar una palabra que anda escondida por ahí, en algún lugar de su mente junto al niño que éramos antes de ser “grandes”, la empatía, eso que nos hace ser humanos, esa que hace que nos indignemos con lo que le pasa a otro ser humano, y nos hace arder el pecho y nos hace movernos buscando las respuestas y exigiendo acciones a los que les compete evitar la violencia, porque sea en nuestro país o en el país ‘perfecto’ de Disney, la violencia nos hace vivir un infierno al que no debemos naturalizar, no debemos adoptarlo, porque simplemente no nos podemos llamar dolor. (O)