Como repito, en la literatura está la vida. Esta vez reflexiono sobre un tema que emerge de las narraciones que crean protagonistas masculinos, derivados, como todos, de los hombres reales. La construcción social que es el género, en el caso del varón tiene un histórico recorrido de dominación y superioridad sobre la mujer que ha sido habitual identificarla como machismo. Desde administrar los bienes económicos heredados hasta imponer su apellido, fue visto como obvio, aunque al menor análisis emergiera el rostro de la desigualdad.
En nuestros días, hay que reconocer cambios en actitudes y leyes. El padre de un hogar adquiere iguales funciones y obligaciones que la madre frente a los hijos y la incorporación de la mujer al trabajo exterior ha demandado del hombre colaboraciones domésticas y educativas que antes no realizaba. Frente a esos comportamientos, un varón concienciado no es un “macho”, es un marido y padre, es un trabajador de todos los ámbitos. Pero la sociedad sigue demandando de él unas actuaciones prototípicas.
En ese esquema el varón tiene que ser fuerte, rápido y protector. Da un paso adelante cuando de peligros se trata y aunque esté un poco esmirriado, debe enfrentar los peligros. No hay masculinidad sin capacidad de violencia y de decir palabrotas. La timidez se enmascara, más que nada en la adolescencia, cuando el fútbol y la gimnasia se colocan en
un altar. Asistir al estadio –aunque las mujeres ya participen, pero en mucho menor número– es un rito sacralizado con gritos, insultos al oponente y celebraciones apoteósicas, en caso de triunfo.
Del hombre sociable esperamos unas medidas de cortesía que no han desaparecido: dejan pasar antes a las mujeres, les abren las puertas, caminan por el lado externo de las veredas (ya no hay sombreros que levantar ni pañuelos que ofrecer). Conducen los automóviles, sirven a los invitados cuando se trata de alcohol, aunque el padre de familia es el que corta el pavo en las cenas de los Estados Unidos.
Cuando los hijos eran débiles o rebeldes se los matriculaba en un colegio militar para que “se hicieran hombres”: hubo padres convencidos de que los cornetazos a las seis de la mañana, la formación en el patio, la revisión de los uniformes creaba hábitos disciplinados y que los bestiales castigos de escupir en el plato de sopa y de mandar a hacer cientos de sentadillas templaba el carácter para la lucha por la vida. El crecimiento con énfasis en la sexualidad, era aplaudido por los progenitores que hasta llegaron a acompañar a sus hijos al burdel (recuérdese la primera novela de Jaime Bayle). Hoy para eso el chofer de la familia sabe orientar al señorito de la casa. Y sigue siendo más grave la precocidad sexual de la hija que la del hijo.
¿Seguirán diciéndole los adultos a los niños que los hombres no lloran, que los hermanos deben defender a las hermanas? ¿Continuarán poniéndole al bebé varón ropita celeste y a la niña, rosada? Los juguetes, siempre elección de los mayores, ¿serán las muñecas para niñas y los camiones para los niños? Sin embargo, las culturas que admiramos –norteamericana y europea– flexibilizan cada vez más los perfiles de los moldes. Sostienen que lo masculino y lo femenino son, a más de cargas hormonales de los dos sexos, energías que cada uno utiliza a su propio gusto. (O)