¿Nos interesa en Guayaquil pensar en el largo plazo? ¿O solo hemos decidido tácitamente preocuparnos por el aquí y el ahora, y mirar solo hasta la punta de la nariz?

Esto, que parece de respuestas obvias (“¡quién en su sano juicio no quiere un futuro mejor!”) es, desde mi visión, la punta de una madeja enredada, enredadísima, en la que hemos convertido el presente y proyectamos el futuro de nuestra ciudad, la Perla del Pacífico, el Pórtico de Oro, el Puerto Principal, y toda una gama de calificativos cariñosos que le han sido señalados a lo largo del tiempo, y que ahora, a pesar del dolor urbano que genera el crimen, hemos vuelto a escuchar en los recientes días de conmemoración de sus 490 años de fundación.

¿Siente el guayaquileño actual, debajo de la piel, que esta ciudad es suya? ¿Siente que es el sitio donde quisiera que se desarrollen sus hijos y triunfen sus nietos?

Si la respuesta también obvia es positiva, estamos definitivamente ante una sociedad lastimada, herida. Diría que hasta deshonrada por el actual desborde de la violencia.

Como aquella que antes de la república se mantuvo sumisa ante el poder económico de los terratenientes y del látigo con que imponían sus decisiones. Ahora pesa mucho el poder que ejercen los grupos de delincuencia organizada, GDO, que no son dueños notariales de la tierra, pero ejercen la territorialidad fáctica y que han cambiado el látigo por sofisticadas armas de fuego.

Hace una semana propuse en este mismo espacio que el próximo arribo de los 500 años de fundación española de Guayaquil nos da una década para repensar la ciudad, discutir sus problemas de manera jerarquizada, desde la inseguridad, las deficiencias en infraestructura, la vialidad, el tránsito, pero sobre todo la indispensable temática de identidad, de definiciones, de estar orgullosos de nuestros orígenes, de la evolución como sociedad criolla y prospectar lo que queremos para nuestros descendientes.

Dada nuestra realidad de intensa migración interna, especialmente en la segunda mitad del siglo XX, parecería que esa identidad guayaquileña se fue diluyendo en medio de la vorágine comercial de la ciudad puerto, donde el Estado justamente no ha estado muy cerca por lo que los esfuerzos, sobre todo en los cinturones de pobreza que esa migración acarreó, han sido del día a día, de trabajar para comer, porque “si un día no trabajo, no como”. Y eso empujó fuertemente la informalidad que ahora, en medio del caos urbano, también está amenazada por los que, arma en mano, quieren comer sin trabajar. Y roban. Y secuestran hasta a los de su propio barrio. Y ejecutan venganzas sin inmutarse. Y ni siquiera se esconden en la oscuridad, en la clandestinidad, sino que hasta celebran sus logros delictivos con fuegos artificiales que alguien que se está enriqueciendo debe facilitarles.

Esto nos obliga a dejar de ser espectadores. Debemos discutir desde todos los escenarios del pensamiento cómo vamos a lograr que la ciudad vuelva a encarrilarse en su tradición comercial, pequeña y grande; en la interacción ciudadana; en el respeto hacia atrás y en paralelo. No perdamos más tiempo. Repensar Guayaquil es urgente. (O)