Término ambiguo, la Academia lo define como el asesinato de “una persona muy importante”. Siendo esta última palabra un concepto relativo, el magnicidio es una idea imprecisa. ¿Dónde empieza la “importancia” de la víctima para que su muerte pueda ser llamada de esta forma? ¿La muerte, la gran igualadora, no allana las diferencias entre seres humanos? Los mandatarios y magnates morirán de magnicidio, el fallecimiento violento de los particulares, de los individuos “sin título o cargo”, será en el mejor de los casos un asesinato y, en el peor, una muerte colateral que debe ser olvidada. Pero no han de envidiar los pobres e indefensos a los que mueren en aparatosos magnicidios, pues estos rara vez son resueltos. A despecho de su importancia, o justo por ella, permanecen sin vindicación.
Así ocurre con frecuencia en el noroccidente de América del Sur, como sucedió con el crimen del candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio y todo indica que ocurrirá así con el homicidio de su homólogo colombiano Miguel Uribe, ambos muertos en similares circunstancias, cuando parecía que ganarían las elecciones de sus países.
Se arrestó a los hechores materiales, mientras los autores intelectuales, los organizadores del delito... bien gracias. Tenemos siglos ya de impunidad. Estamos por conmemorar el bicentenario de la muerte no explicada de Antonio José de Sucre, ocurrida casi en la precisa frontera de estas dos repúblicas que mucho le debían. Desde entonces nuestras historias aparecen consteladas de sangre.
Nos rasgamos las vestiduras cuando la víctima es de nuestro bando, pero miramos hacia otro parte cuando se ubica en el costado contrario. Hace un par de semanas pude escuchar una conferencia del académico ecuatoriano Claudio Creamer en la Universidad Andina sobre los efectos económicos y sociales del más famoso magnicidio de nuestra historia, el de Gabriel García Moreno. El ponente demostró que su muerte cortó de raíz un proyecto de país en marcha, que consolidaba institucionalmente al Ecuador y permitió la implantación de una dictadura corrupta y destructora. Tan es así que 30 años después, otro gran líder, pero su antípoda ideológica, Eloy Alfaro, concluyó o concretó muchos de los planes garcianos. Y para variar, Alfaro moriría también en un sangriento hecho jamás aclarado.
El asesinato de Uribe es un golpe a la democracia
Los autores del asesinato, de la ejecución decían ellos, de García Moreno quisieron ser calificados de tiranicidas, un título validado a lo largo de la historia. El tiranicidio ha sido justificado incluso por pensadores cristianos como santo Tomás de Aquino y el padre Juan de Mariana. En abstracto el razonamiento es válido: al suprimir el tirano el imperio de la ley, sin dejar resquicio para la disidencia, se coloca fuera del derecho y los ciudadanos pueden proceder contra él. Sin embargo, ¿quién es tirano? ¿Qué juez es competente para declarar que tal o cual gobernante lo es? ¿No merece un trato igual quien se rebela violentamente contra un gobierno legítimamente constituido? En algún punto esta cadena de interrogaciones ha de detenerse. Debe ser en la legitimidad que genera la expresión de la voluntad soberana de los pueblos. (O)