Una pequeña avioneta de seis personas se lanza al viento. Aridez e inmensidad. En el desierto brilla la claridad del día. Cada figura es observada dos veces, a fin de que ambas filas de pasajeros puedan contemplar, desde sus ventanillas, la sofisticada sutileza que nos habla desde el pasado. La cultura Nazca, que creó los geoglifos, floreció entre el 200 y el 600 de nuestra era. Pensar en la grandeza de las civilizaciones americanas es inevitable en Perú. Más aún al observar el colibrí, el mono, el cóndor, las manos o el astronauta. Nazca –yo la escribo con z, como en los mapas antiguos– es un enigma.
Sostenía María Reiche, la investigadora que dedicó su vida al estudio de las líneas, que se trataban de mapas astronómicos y calendáricos, alineados con los solsticios y las estrellas, y que regulaban sus actividades agrícolas y rituales. En la década de los 40, Reiche y el arqueólogo estadounidense Paul Kosok sobrevolaron la zona. Kosok calificó a los geoglifos como el “libro de astronomía más grande del mundo”. Son más de 500 kilómetros cuadrados con figuras de más de 300 metros, preservadas a lo largo de los siglos por el clima seco y estable del desierto, con vientos mínimos.
Y es que la región de Ica está llena de misterios antiguos. Como el candelabro de Paracas, con sus 180 metros de largo y 2 de profundidad.
Guía de navegantes o símbolo religioso. Representación de la constelación de la Cruz del Sur o vínculo con Viracocha. Entallado en la ladera arenosa de la península. Suele ser el primer punto de la visita que te interna, horas más tarde, en las dunas de Huacachina y quizá en Nazca. Recordatorio de que en Perú todo es un cúmulo de secretos.
Al llegar al oasis de Huacachina, lo primero que hice fue visitar la Biblioteca Abraham Valdelomar, fundada y dirigida por el escritor Alberto Benavides, editor del sello El Conde Plebeyo. Más de 10 mil títulos, muy bien organizados en la sala de lectura con vistas al oasis. Es el remanso de silencio en medio de la adrenalina
de los turistas que se lanzan al sandboarding y a los saltos frenéticos de los tubulares, vehículos 4X4 que recorren las dunas a toda velocidad. Entre las subidas y los giros, pienso que madurar también es abrazar el miedo. Alguna vez fui un aventurero que gozaba ante las experiencias extremas. Con el tiempo llega una suerte de sentido o responsabilidad ante los que nos aman vivos.
Trece años después del primer viaje, el Perú me recibió con la calidez de los amigos entrañables. Tantas cosas han pasado hasta este segundo encuentro que me devolvió a su literatura, en las librerías de Miraflores y San Isidro. Y Lima, la gris, colosal e interminable, tan llena de contrastes extremos, me permitió el gozo de la gastronomía peruana y la evocación del mundo que conocí gracias a Vargas Llosa. En Barranco pensé en Vallejo y, contemplando el mar, en Blanca Varela. Junto al Puente de los Suspiros, encontré, eternizados en una estatua, a Chabuca Granda y a José Antonio, con su “bere-bere criollo”, y comprendí que pese al paso brutal del tiempo, las cosas fundamentales no cambian dentro de nosotros. (O)