Nunca he visto morir a alguien ante mis ojos. No he sido testigo del dolor o alivio de quien abandona su cuerpo. El cuento La muerte de Iván Ilich, una genialidad de Tolstói, ha sido mi encuentro más cercano con la muerte, una exploración intensa y profunda de las conjugaciones sociales, individuales, espirituales y físicas del verbo morir.

Durante siglos, la muerte era un espectáculo cotidiano. Niños y adultos presenciaban muertes naturales o violentas, a consecuencia de vejez, parto, accidentes, guerras, epidemias o hasta esa costumbre siniestra de ejecutar públicamente a los condenados a pena de muerte, ese final nacido de la cópula fatal de dos fuerzas oscuras: el crimen y el castigo.

¿Qué motivaba a las multitudes a abarrotar las plazas y someterse a la visión infernal del sufrimiento y fallecimiento de un convicto? ¿Un ideal primitivo y vengativo de justicia, distracción de la propia miseria, catarsis al ver a otros padecer lo que tememos nos suceda a nosotros? ¿Son esas las mismas masas que antes eran capaces de linchar a un presidente, arrastrándolo por las calles, dejando su pellejo adherido a las piedras, y que hoy desfogan su furia tuiteando insultos y amenazas, odiando desde la comodidad del anonimato y del hogar?

Me han invadido estos pensamientos lúgubres a partir de una nota en un periódico local, recordando una ejecución pública llevada a cabo en Leipzig en el verano de 1824, en la mismísima plaza donde me siento a tomar helados con mis hijas. El condenado era un tal Johann Christian Woyzeck, soldado, alcohólico que sufría de malnutrición y humillación crónicas, víctima de delirios de persecución, amante de la viuda Johanna Christiane Woos a quien asesinara hace exactamente 200 años, en junio de 1821. La ejecución de Woyzeck se realizó ante miles de espectadores, en la plaza central de Leipzig, sobre un patíbulo erigido frente al ayuntamiento. Un testimonio histórico indica que, al finalizar la ejecución, “se desmontó rápidamente el patíbulo, abrieron los negocios y todos se fueron al trabajo. Naturalmente, no hubo escuela aquella mañana”...

Inspirada en este y otros crímenes similares nació una obra maestra de la literatura alemana: el drama Woyzeck de Georg Büchner, escrito en 1836, publicado recién en 1879 y estrenado en el teatro solo en 1913. Más tarde musicalizado por Alban Berg, traducido a varios idiomas, adaptado al cine, al rock y al pop, este drama está protagonizado por un homicida, feminicida para ser más precisos.

Hoy que la literatura visibiliza a las víctimas obvias, resulta extraño reencontrarse con obras que indagaban en la naturaleza de los ‘malos’, no con la intención de exculparlos o redimirlos sino de obligarnos a repensar los absolutos y despertar a la ambigüedad e incertidumbre de la vida, la muerte y la justicia, a reconocer el poder arrasador de los celos, la humillación y la locura.

El alemán Büchner, así como la polaca Szymborska con su poema sobre el bebé Adolf y otros autores geniales de todos los tiempos, se atrevió a representar a los villanos en toda su inquietante humanidad, obligándonos a enfrentar a los monstruos que viven en nosotros mismos. (O)