Hace unos días manejaba por una avenida muy transitada de la ciudad, una vía de varios carriles que ha sido recientemente arreglada y repavimentada. Quedó impecable, lisa, sin un solo bache. Pero con un olvido revelador: no pintaron las líneas que separan los carriles. La calle quedó perfecta, pero sin reglas.

Así que ahora cada conductor inventa su camino. Algunos suponen que hay tres carriles; otros, que hay cuatro. Unos serpentean buscando sus espacios sin importar a quién avasallan en el camino; varios dudan y maniobran torpemente sin tener clara cuál es la fila que deben seguir, y otros se imponen a bocinazos. En ese desorden se revela una verdad compleja e incómoda: para convivir y avanzar ordenadamente, necesitamos líneas visibles.

Aunque hayamos transitado durante años por esa misma calle, al desaparecer las marcas también desaparece el compromiso de convivencia. Lo que hace suponer que tal vez nunca hubo deseo ni convicción; se respetaba porque había líneas que obligaban a hacerlo.

Jorge Volpi escribió que “las ficciones son las instrucciones que le damos al cerebro para modificar algo que ya sabemos de antemano”. Las sociedades, en efecto, se sostienen en ficciones compartidas. No en mentiras, sino en construcciones simbólicas que organizan la realidad. El derecho, el dinero, la democracia, el civismo: todos son mapas imaginarios que nos permiten convivir y organizarnos.

Las normas sociales, como las líneas de tránsito, son ficciones que organizan la convivencia. Igual que esas líneas pintadas sobre el asfalto, las reglas del civismo, la democracia, la justicia y la libertad son construcciones simbólicas. Cuando desaparecen –por descuido, por cinismo o porque alguien las borró intencionalmente–, cada uno escoge el camino que más le conviene.

Más allá de si una calle está pintada o no, lo que preocupa es cómo, a menudo, se desdibujan esas líneas invisibles que hacen posible la convivencia. Líneas que nos permiten respetarnos, escuchar otras voces y construir acuerdos. Cuando esas referencias compartidas desaparecen, pareciera que el civismo se vuelve optativo y, entonces, la convivencia deja de ser posible.

Humberto Maturana decía que convivir es “aceptar al otro como un legítimo otro en la relación”. No basta con coexistir en el mismo espacio: hay que reconocer al otro como alguien que merece el mismo derecho. Para eso, proponía la reflexión como herramienta clave: “Salirse de la ocasión y tener una mirada más amplia”. Esa apertura, hacerse conscientemente la pregunta, es la que nos permite reconstruir acuerdos y sostener la convivencia.

Hoy creo que es necesario volver a la pregunta de educar para la convivencia como un acto de construcción democrática, para formar personas capaces de respetar al otro, de leer las señales, de frenar cuando es necesario. La educación cívica es el pincel que dibuja las líneas invisibles que nos permiten vivir juntos, y no están ahí solo para ser obedecidas, sino para recordarnos siempre que no somos los únicos en la vía. (O)