Una amiga hizo la pregunta en la red social TikTok: “¿Está bien rayar los libros?”.
La pregunta me sorprendió. Porque no concibo leer un libro que me interese, me conmueva, me enseñe o me cuestione, sin rayarlo. Incluyendo la Biblia.
Los libros que se han convertido en mi sombra, a los que regreso una y otra vez, reciben nuevas anotaciones con los años. Y cuando ya no hay espacio en los márgenes, las tapas se vuelven refugio de pensamientos. Me gusta releer lo que había escrito antes: “¿No puede ser? ¿Eso pensaba entonces?”, me descubro diciendo con asombro.
Hay quienes creen que un libro debe permanecer intacto, puro, sin una sola marca que interrumpa su forma. Yo, en cambio, los amo rayados. Con distintos colores, con notas al margen, con signos de exclamación y abreviaturas. A veces con un ojo grande dibujado, o una flecha que es como un semáforo en rojo: ¡detente, mira esto!
Depende del tema: si es una novela histórica, una reflexión, un texto académico, si habla de gestión de conflictos, un viaje por las galaxias o una vida que cambió la historia de la humanidad.
Lo hago porque es mi manera de hablar con el autor. Subrayar un texto es abrazarlo. Es hacerlo mío. Es meter las manos en la harina de sus palabras y amasarlas con fuerza, con cariño, con rabia y también con ternura. Luego dejo que reposen, que leuden. Como se deja reposar una idea, un sentimiento, una fe.
Un libro leído así, con cuerpo y alma, termina oliendo a pan recién horneado. Convoca, alimenta, reúne.
Leer no es un acto pasivo. Es un diálogo entre lo que alguien escribió y lo que otro siente. Pero más allá de la mente que escribe, hay algo mayor: la conexión con el universo, con Dios, con lo que nos trasciende. Cada palabra que nos toca viene de un lugar donde lo humano y lo divino se encuentran. No es solo el alma del autor la que habla, ni su conocimiento: es la chispa que todos llevamos dentro, ese soplo que nos hace parte de algo más grande.
Por eso no defiendo los derechos de autor como una propiedad. Porque lo que realmente importa en un libro no pertenece a nadie. Es común, como el aire, como el fuego. Cada lector se convierte en artesano de la misma obra, en eco de una música que no tiene dueño.
Rayar un libro, escribirlo, subrayarlo, es una forma de oración. No lo estropea: lo consagra. Es un modo de entregarse, de mezclarse, de quedar transformado.
¿Qué otra cosa es leer sino dejar que algo se adentre en nosotros, como un tornillo en la madera, hasta dejar su huella para siempre?
A veces pienso que un libro, como el pan, solo cumple su destino cuando se parte, se comparte, se toca. Cuando deja de ser objeto y se vuelve alimento.
Por eso amo los libros que han pasado por muchas manos: con páginas dobladas, márgenes llenos de voces, cubiertas cansadas. Son libros que han vivido. En ellos, cada trazo de pluma, cada palabra subrayada, es una declaración de amor.
Porque leer es una forma de comunión. Y rayar un libro, lejos de ser una falta de respeto, es honrarlo. Es tocar con reverencia el milagro de lo que nos une, de lo que nos trasciende. (O)










