Con la vigencia de la enmienda constitucional que, por una parte, dividía a las empresas de comunicación en unas con más derechos y otras con menos; es decir, las locales y las nacionales, a las primeras se les permitía tener otras actividades comerciales y a las nacionales, no. Es decir que un accionista, director o representante legal de un medio nacional no podía tener acciones en una empresa ajena a lo que los totalitarios definieron como “ámbito comunicacional”, definido más adelante por fervientes adláteres del poder total.

El objetivo era muy claro: vamos a quebrar económicamente a estos medios que no se han arrodillado, que no han besado la mano y que nos desprestigian a diario, contándole a la gente como atropellamos a la oposición y despilfarramos los fondos públicos a mansalva.

Vamos a bloquear la economía de estos medios de comunicación “rebeldes”, reduciendo a lo mínimo la pauta oficial y presionando a los grandes anunciantes privados a migrar sus pautas a otros medios amigos del régimen; y vamos a obligarlos a deshacerse de cualquier actividad productiva que les permita apalancar la operación del medio. Tienen dos años para vender sus otros negocios y si no lo hacen, incautamos y rematamos las acciones del medio.

Así de directa fue la reforma constitucional. Y es necesario decir que la sociedad (con muy honrosas excepciones) prefirió mirar para otro lado; prefirió enfocarse en sacar el máximo provecho al despilfarro de fondos del Estado, agarrando las migajas que caían de la mesa. Prefirió embarcarse en las comitivas oficiales a Asia y el Medio Oriente, adular al supremo y su corte y hacer lobbying con los bufones del rey.

Y como estocada final, por si todo este andamiaje de persecución y acoso oficial no fuere suficiente, nació la Supercom, seguramente inspirada en la Comfer de la última dictadura argentina, con el mayor e implacable odiador de la prensa independiente al frente, dispuesto a ir mucho más lejos de lo que su patrón tenía pensado.

Allí se orquestaban las audiencias de juzgamiento, en las que el mismo Ochoa era denunciante y juzgador, con barras bravas pagadas para insultar y atemorizar a los acusados; audiencias de mero trámite, pues, desde el inicio ya sabíamos cuál sería el resultado: culpables, sanciones, multas, etc.

Además, desde la Secom, territorio de los hermanitos, se lanzaban titulares con mentiras oficiales, que obligaban a publicarlas a los medios “rebeldes” disfrazadas de réplicas, bajo el entendido que si no se hacía en la ubicación, tamaño y diseño exigido, la Supercom lo impondría pero además, con sanción económica.

Demás está decir que todo este andamiaje persecutorio, además de causar perjuicios económicos millonarios a la prensa independiente, generó el peor de los daños: la autocensura de periodistas y columnistas de los medios, que pensaban muchas veces cada palabra, cada historia, cada título, con el temor de que una nota o una columna de opinión pudiere costarle una sanción al medio en el que trabajaba.

En la próxima columna le contaré, amigo lector, qué debería hacer el poder político para liberar a la prensa. (O)