Era un miércoles de diciembre. Tomé unos jeans que llevaban muchos años en mi clóset, unos zapatos viejos sin cordones y una camiseta. Llegué muy temprano con una amiga y el equipo que trabajaba en el voluntariado dentro del Centro de Rehabilitación Social.

Paredes heladas, techos altos. Verificaron exhaustivamente que no llevemos nada en la boca, los zapatos o las extremidades. Pasaron las fundas de dulces por un filtro de seguridad como el de un aeropuerto. Llegamos a la zona de los pabellones, edificios inmensos de ladrillo visto y ventanas enrejadas. Entramos al pabellón de máxima seguridad.

El sistema penitenciario divide la prisión en pabellones y asigna a cada recluso de acuerdo con la gravedad de sus delitos. Bajo esa premisa, creía que el lugar más seguro para ir era el de mínima seguridad. Se sobreentiende que quienes tienen penas cortas, se esfuerzan por salir. Estaba equivocada. La reincidencia es alta y proporcional es el peligro. Por eso, visitar un pabellón de máxima seguridad, con reos que cumplen penas por delitos mayores como robo a mano armada, violación o asesinato, era más seguro. Una ironía.

Dos presos cercanos al grupo con el que ingresé nos cuidaban dentro, supe sobre sus delitos luego. Los cuartos eran pequeños con dos literas de tres camas cada una, un solo baño a la entrada. Un olor a orina y a marihuana intenso. En las ventanas colgaba su ropa naranja y unas fundas con un hilo. Me explicaban que era para poner notas que se movían con el viento y el peso para comunicarse entre las celdas.

Un reo me saludó personalmente; sabía quién era, me mostró una foto del periódico cuando fui elegida como Reina en ese año, esa era la razón de mi visita. Le agradecí la deferencia y sonreí, difícil explicar lo que sentía. Antes de terminar el recorrido nos ‘custodiaban’ unos 20 reos. Fuimos a un cuarto en donde habían preparado una comida muy sencilla con pan, papas fritas, jamón y salsa de tomate, un lujo para quienes viven dentro, y no creo que eso pueda ser considerado como vida… Un hombre me entregó una carta, conversé con él, era brillante. Una semana después de mi visita murió. Lo suicidaron, dicen.

Pasamos al pabellón de máxima seguridad especial. Ahí cada recluso tiene una celda individual y 2 horas para salir durante todo el día. No imagino la cantidad de cosas que pueden pasar por la cabeza de una persona si su realidad se desarrolla en cuatro paredes de concreto y una ventana diminuta en soledad.

Salí con la voz atrapada en la garganta, sin energía, agotada e impotente. Quise volver, pero las condiciones eran y son imposibles. Es doloroso pensar en eso como rehabilitación y sobre todo que existen factores socioeconómicos que de por sí nos sentencian. Creo que las cárceles no son sino el entrenamiento para perfeccionar o descubrir habilidades. Una deuda social urgente es invertir en cambiar las desigualdades, para que ser traficante o sicario no sea buen negocio porque hay comida en la mesa y educación. Mientras tanto, hoy les puedo contar esta historia y agradezco, porque la vida no me ha obligado a lo contrario y aprendí a escribir y no a matar. (O)