En una Universidad Central del Ecuador marcada por la lucha ideológica de la Guerra Fría navegaba Mónica Vásquez, estudiante de periodismo. Fue parte de su cineclub, donde participó en la difusión de filmes a comunidades indígenas y mestizas. Allí observó realidades aún hoy desconocidas en las ciudades. “A mí siempre me interesaba hablar con las personas”, dijo en un cineforo del Museo Antropológico de Arte Contemporáneo (MAAC). Como parte del ciclo Orígenes de la Cinematografía Ecuatoriana, su programador Rafael Plaza dedicó los pasados días 20 y 21 de noviembre a proyectar cortometrajes de la primera mujer en incursionar en el cine nacional.
Mónica fue autodidacta. “Yo aprendí a hacer cine viendo cine”. Y atravesó las estructuras hegemónicas en tanto su trabajo “no era un negocio, sino una pasión”. Estas son las palabras de su hermana, Teresa Vásquez, quien recientemente publicó un estudio de su obra: La persistencia de la visión. En el mismo cineforo, expresó que las películas de Mónica cuestionaban: “¿Para quién hacemos el cine?”. Cuando ella finalizaba una película, los “estrenos mundiales” se hacían en las mismas localidades donde se situaba la trama. Es un cine documental donde los propios personajes hablan de sí mismos. La voz narrativa ocasionalmente aparece para constatar la sabiduría que vertebra al relato.
Los cortos proyectados en el MAAC demostraron una visión crítica profunda, pues se hallaba cerca de las transformaciones mundiales producidas por el despliegue demoledor de la técnica. Sus primeras obras exponen tal consciencia. Por un lado, debutó dirigiendo Camilo Egas, pintor de nuestro tiempo (1983), impactando con la representación artística de los pueblos marginados por el sistema. Por otro, se engarza a una vena telúrica en Madre Tierra (1984), reconociendo que, a pesar de un ser humano que se aleja, somos hijos de la Tierra. Su logro fue observar el proceso de masificación que todavía hoy arrasa al planeta y el refugio que representa la comunidad enraizada.
“Nunca tuve financiamiento ecuatoriano”, confesó Mónica, admitiendo que Nuestra fiesta fue la excepción porque la costeó ella misma. Y nos detenemos aquí para contemplar un tesoro: la fiesta popular de una comunidad indígena. “No es una fiesta cualquiera”, dice una de sus protagonistas frente a la crítica económica del ahorro o el juicio contra reproducir prácticas paganas. Advertimos que fiesta no es aquella llena de lujos y ostentosidad servil a la sociedad ‘decente’. Al contrario, la fiesta como tal es la evocación de la libertad nacida de la tierra. De ahí que sea un asunto territorial autónomo y no un feriado abstracto comercializado desde los centros imperiales. Negar la fiesta es negar nuestras raíces, intentar juzgarla por medio de normas externas. Pero la fiesta no puede ser juzgada, porque es expresión vital y la vida es la verdad en sí misma. Mónica fue sucinta la noche del 21 de noviembre: en Nuestra fiesta acontece “un desate de espontaneidad”. (O)