Se enamoró con ese amor que se cuela hasta en los sueños. Amor de órbita planetaria, día y noche a su alrededor. Amor omnipresente como el aire, persistente como la respiración. Amor como un mar que envuelve, marea que mece. El hombre creció a orillas del mar en una casa de madera: el agua acariciando sus paredes, el ruido de las olas arrullando sus noches, la espuma, el ritmo de sus días. El hombre se convirtió en adulto y la vida moderna lo arrancó del mar. A su infancia pasada entre bosques submarinos de algas, vibrando en las ondas expansivas de la naturaleza, la reemplazó la asfixiante rutina del trabajo. De camino al “éxito” se perdió a sí mismo. Pero el hombre perdido un día se enamoró, no perdidamente sino con ese amor que te revela tu lugar en el universo: quién eres, dónde estás, a dónde vas. Amor que te enseña quiénes son los otros y cómo estirar tus atrofiados tentáculos para reconectar con la vida. El hombre se enamoró intensa, gozosa y dolorosamente, contra todo pronóstico como todo buen amor.

El hombre se enamoró de un pulpo. Entre temor y temblor, le fascinó su vulnerabilidad y fortaleza, sus extraños hábitos y formas, la posibilidad insistente de perderla. Había retornado al océano para redimirse en los bosques de algas de su infancia, y se encontró con ella. Su piel humana se acostumbró al frío; sus pulmones, al agua. Sin traje de buzo para entregarse inocente, indefenso a la naturaleza, sin tanque de oxígeno, una criatura más en esa selva submarina, el hombre descendió, día tras día, en las mismas aguas, regresó al mismo paisaje, vio y lo vieron las mismas criaturas: peces, anémonas, medusas, tiburones... y el pulpo: “ella”. Ella que escondida bajo una roca, protegiéndose por igual de hombre y tiburón, se acostumbró a su presencia serena que se fue grabando en el paisaje submarino y un día le regaló su confianza. Inteligente, juguetona, abandonó su guarida y le tendió, cautelosa, un tentáculo. Durante meses él la observó cazar y dormir, ocultarse y huir, sobrevivir al ataque de un tiburón.

Su vida cambió el día en que ella envolvió su cuerpo líquido en su mano ósea. Se despidieron un año después, ella adherida al pecho del hombre, él temblando bajo ese abrazo sublime. Un hombre enamorado de un pulpo, un pulpo entregándose a un hombre contradiciendo la suspicacia natural impresa genéticamente en la etiqueta “supervivencia”.

Embelesada veo el documental Mi maestro el pulpo: declaración de amor, revelación íntima y apabullante de secretos submarinos. Si la redención del ser humano es posible, lo será al reconectar con las fuerzas de la naturaleza, extrañamente tiernas, íntimamente aterradoras. Entusiasmada quiero aprender más sobre las criaturas del mar. Escribo “pulpo” en mi buscador, me encuentro con cientos de páginas con instrucciones para predadores: recetas, recetas, recetas para cocinar pulpo. ¿Es que los humanos nos hemos estancado en el papel evolutivo de depredadores insaciables? Condenados voluntariamente a la soledad, ¿cuándo nos liberaremos de la dinámica obsoleta de matar para vivir y abrazaremos, con todos nuestros tentáculos, la posibilidad de la ternura? (O)