Sebastián Cordero ha puesto sobre las tablas una obra sobre la nostalgia y la rabia. También sobre una extraña forma del amor, que es la sangre, y que está llena de símbolos, como las abuelas. Esta propuesta teatral constituye una secuela de Ratas, ratones y rateros, su ópera prima de 1999, hoy considerada una de las piezas medulares del cine ecuatoriano. Hay que recordar que sus protagonistas eran Ángel (Carlos Valencia) y Salvador (Marco Bustos), dos primos que encarnan dos caras complejas del país: Quito y Guayaquil, la cordillera de los Andes y la costa del Pacífico, el frío y el calor. Una familia que vive en los márgenes de la descompuesta sociedad ecuatoriana. Una que sobrevive a duras penas. Pienso, también, que es una película sobre cómo la vida se puede desmoronar de un día para otro, porque a veces la cotidianidad se sostiene en delgados y frágiles hilos que no vemos y que quienes más queremos los rompen.

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Cuarto de siglo después, esos dos primos se reencuentran. En su juventud habían robado, mentido, matado, muerto una y otra vez. La posibilidad de redimirse les pasó por los ojos. ¿Quién es el antagonista de la película Ratas, ratones y rateros y de la obra teatral La misma sangre? Tal vez, y no sin dolor, la respuesta sea la República del Ecuador, que empezó a existir un 13 de mayo de 1830. Ratas muestra un país que se deshace, roto, sin futuro, preso de la violencia y la carencia, gobernado por élites políticas y económicas indolentes. Veinticinco años después, ese mismo país ha logrado lo absurdo: sofisticar el horror y la descomposición, así como la violencia y la criminalidad. Ángel y Salvador se reencuentran en un Ecuador que, si lo pensamos detenidamente, suena a una distopía: el reino de los secuestros, las extorsiones, la corrupción judicial y las macabras crisis carcelarias, que han enarbolado la muerte y las masacres como un estado normal de las cosas.

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Si bien los aplausos del público hacia Cordero, Valencia y Bustos son verdaderas ovaciones, hay tristeza. Quizá porque esta obra es descarnadamente realista y nos recuerda tantos fracasos que con el paso de las décadas solo se han acentuado. Y por esa misma capacidad de lograr una tristeza tan ecuatoriana, que sabe a pasillo, hay que calificar estas actuaciones como geniales. Llama la atención, en sus voces, la evolución de la lengua ecuatoriana. Casi que ha desaparecido el castellano quiteño, con erres acentuadas y coloquialismos mestizos, aquel que aún pervive en Ratas. Hoy, en gran parte de Quito (sobre todo, el norte y sus valles satélites) se habla un español con aspiración neutral, como de doblaje mexicano, arribista y lento. Guayaquil, creo, ha conservado su personalidad lingüística, o eso parece al escuchar al espectacular Carlos Valencia. En cualquier caso, la lengua ecuatoriana, con la impronta de cada una de sus regiones, sigue siendo capaz de contar la historia sobre el doloroso devenir de nuestra vida nacional. Y, otra vez, como los antiguos griegos, debemos aferrarnos al arte para sobrevivir a una desilusión que intenta, con tanto sacrificio, llevar el nombre de república. (O)