Alonso Sánchez Baute, escritor colombiano, está en Guayaquil, invitado por la Feria Internacional del Libro, del presente año. Yo no sabía nada sobre él, hasta que di, en las redes, con una propaganda de la novela con este título Perrista de corazón, enseguida la compré en su versión digital y la devoré de un tirón. A la hora de cruzar las invitaciones para esta, la undécima, edición de la FIL, creí que sería bueno para nuestro mundo lector asomarse a esta fuente de ternura y comprensión de esos seres preciosos llamados perros.
La novela de Sánchez parte de su experiencia personal de sentirse elegido por una bella White terrier desde que se asomó a la caja donde descansaba una perra recién parida con sus seis cachorritos. El que reptó hasta su rostro curioso era Humilda, la del extraño nombre, producto de un lapsus lingüe de su novia. Desde ese momento se abrirá un paréntesis de catorce años en su vida, en los cuales la mascota será su principal compañía en una convivencia de entregas mutuas, cuyo testimonio nos hace a los lectores ser más comprensivos con la conducta canina.
Es claro que cuando aparecen animales en literatura o se humanizan, como ocurre en cuentos infantiles, o se los presenta con sus comportamientos naturales, propios de su especie. La novela sobre Humilda ensaya los dos procedimientos separados por capítulos: mientras en los impares el narrador humano se dedica a mostrar a la perrita creciendo a su lado, adquiriendo hábitos y ensayando el lenguaje de las miradas y las actitudes; en los impares, será la misma perrita la que narre lo que ve y entiende de Congolocho, su compañero de piso y vida.
El libro viene cargado de una buena cantidad de referentes sobre la evolución de los perros y su carácter de seguidores de las tribus, cuando cambiaron de líder de su manada y ya no se despegaron jamás de los humanos; así como de algunas piezas literarias que han inmortalizado a personajes caninos: el Flush, de Virginia Woolf; el Apollo, de Sigrid Nunez; las versiones de Bruja, que tuvo Fernando Vallejo. Como he dicho en otras columnas, cada perro desarrolla su personalidad al punto de que por semejantes que fueran físicamente, ostentan rasgos personalísimos que solo sus afectos pueden mencionar.
Humilda mira fijamente a su amo, y él interpreta lo que desea o necesita: subirse a la cama, sus paseos diarios, su cuenco de agua. En tiempos de depresión, esa mirada acompaña y consuela, o de enfermedad anuncia un malestar o una crisis. La salud de la mascota, como pasa con todas, se va a ir mellando con el tiempo, al punto de que primero una piometra –infección del útero– exige cirugía; luego se presentan las convulsiones, que su dueño enfrentará con tal cuidado que tratará de no dejarla sola. Los monólogos de la perrilla, lacónicos como si fuera limitado su acceso al lenguaje humano, dan cuenta de sus específicas sensaciones: corretear por el parque, sacar la cabeza por la ventana del auto, hasta “poposearse de angustia y soledad”, cuando queda sin compañía.
Desde la segunda página, el autor nos advierte que Humilda morirá, por eso admitimos y apoyamos la escritura de un amor desbordante que tiene claro que debe salvaguardar que ella no desaparezca, y para eso existe este libro. Esa muerte pesa y produce duelo. (O)