Ha pasado un año ya desde que cuatro niños fueron arrancados de sus vidas y convertidos casi al instante en lo que se ha demostrado jurídicamente, lo que nunca fueron: delincuentes, amenaza, enemigos públicos. Ha pasado un año de que la muerte con uniforme y con miedo tomó forma de verdugo y nos obligó como sociedad a ver algo mucho más doloroso que el crimen: nuestro fracaso colectivo como sociedad.

Las fotos de los niños aún me siguen dando vueltas en la cabeza, esos niños que tenían una mezcla de inocencia y soltura que solo tienen los pequeños que no han hecho conciencia del mundo y sus grietas. Ellos, que se encontraban en la frontera entre la infancia y la adolescencia; ellos, que no pudieron elegir quienes querían ser. No habían firmado el pacto social que como inútiles adultos exigimos. Igual los juzgamos, igual los acusamos, igual les pusimos encima los pecados de un país ahogado en su propio miedo.

Ese día salieron miles de voces acomodados detrás de su celular a justificar lo injustificable, el linchamiento que tuvieron al ser acusados de “delincuentes”, “por algo habrá sido”, “los militares solo cumplían su deber”, pero la verdad salió después, porque ella siempre sale. Sobrevivió a los gritos, a las excusas, al ruido y allí salió una verdad intolerable, brutal: desaparecieron a cuatro niños. Y nosotros, en vez de defenderlos, como sociedad, como adultos, preferimos convertirlos en culpables para que su muerte doliera menos. Y sí, duele decirlo. Pero más duele callarlo.

Un año después, el silencio se vuelve más denso, que en ese entonces se disfrazó de indignación selectiva. ¿Dónde están hoy los defensores apasionados de los que pretendían justificar lo injustificable? ¿Dónde están los que juran defender la vida, pero abandonaron a los niños en el primer semáforo roto de su moral?

El silencio duele porque es cómplice, porque es cómodo, porque nos permite seguir como si no pasara nada, como si esos pequeños cuerpos no hubieran caído en un suelo que todos compartimos. Como si no nos mostraran, que la violencia no nace en un cuartel ni en un barrio abandonado, sino en la indiferencia colectiva que se vuelve costumbre.

Un año después, escribo no para hablar del caso judicial. Lo escribo para recordar que la memoria es un acto de justicia. Que olvidar a estos niños es volver a matarlos. Que callar es validar su desaparición. Que justificarlos es renunciar a nuestra condición humana.

Ojalá esta vez nos duela. Ojalá esta vez no miremos hacia otro lado. Cada vez que un niño muere, el país se rompe un poco más, y ya no escuchamos ese crujido. Los niños ya no están para defenderse, para contar, para llorar su miedo, por eso nosotros debemos hacerlo, no para expiar culpas sino para recordar que existieron, que eran inocentes, que eran nuestros.

Después de un año, la pregunta no es qué pasó ese día, la pregunta es: ¿en qué nos estamos convirtiendo si ya ni siquiera somos capaces de llorarlos? (O)