El mundo presencia estupefacto como el hombre más rico del mundo y el político-presidente más poderoso del mundo se enfrentan, luego de aparecer como entrañables colaboradores, en una pelea que se parece a la de los gladiadores romanos.

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Son muchos los ángulos desde los cuales se puede analizar este sainete o melodrama, en el cual no dejan de intervenir dos de los egos más gigantescos del planeta Tierra.

El primero, y más triste de todos, es que la democracia más antigua y más sólida del mundo, que había sido el referente de todo el mundo occidental, muestra una vez más un deterioro inimaginable.

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Desde que el Parlamento de los EE. UU. fue asaltado por una turba, escena que todavía no se borra de la mente de quienes seguimos creyendo que las instituciones democráticas son lo más importante para lograr una sociedad más justa y de progreso, hemos ido viendo un permanente deterioro, un desgaste, un descenso impresionante en la calidad del debate político, en la calidad del análisis de los problemas de ese gran país, y en la seriedad de las campañas presidenciales, orientadas a conseguir votos más que a identificar y proponer soluciones reales a los grandes problemas de esa sociedad y del mundo contemporáneo. Este descenso es más que preocupante y está haciendo que cada vez menos gente en el mundo crea en instituciones, y se esté volcando hacia líderes populistas y “fuertes” que en realidad sostienen su fortaleza, en el debilitamiento de las instituciones.

Se está produciendo entonces un desgaste gigante del sistema que llevó a las repúblicas de occidente a un esplendor de crecimiento, tecnología, y mejoramiento del nivel de vida de sus pueblos.

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Lo segundo que aparece claro, además de este deterioro, es que los votantes no quieren escuchar la realidad. Prefieren los mensajes cortos, el video de 30 segundos, y esto hace que cada vez sea más difícil que el electorado entienda la realidad que viven las democracias occidentales y el futuro de nuestras sociedades.

Lo tercero es que incuestionablemente hay una enorme diferencia entre ser un empresario de éxito y ser un estadista de éxito. Adolfo Suárez, hijo del primer presidente de la democracia española que sucedió a Franco, me dijo una frase en una larga charla que tuvimos en su visita hace varios años a Guayaquil: “Hasta cuándo las sociedades no entienden que los buenos empresarios no son buenos políticos. Se necesita elevar el nivel de los partidos y generar estadistas que entiendan de política y del complejo mundo que es gobernar un Estado”.

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Hay dos empresarios, uno desarrollador de bienes raíces, y el otro en áreas tecnológicas (autos eléctricos y tecnología espacial). Los dos han sido supuestamente exitosos. Pero en la política han demostrado que no entienden la esencia del estadista. Dar un norte y un rumbo a un pueblo, más que administrar los detalles. El presidente es finalmente un conductor espiritual de un pueblo, que formando una nación, y un Estado, tiene sueños y ambiciones. No es el que debe estar en minucias, sino en el alma de la nación. Y los dos señores del conflicto están muy lejos de ello. (O)