No soy para nada tecnófobo, me avengo bien con los dispositivos electrónicos o cibernéticos, y los prefiero cuando son más prácticos, cómodos o eficaces que sus alternativas. Llevo casi cuarenta años escribiendo todos mis textos en computadora, manejo mi página web, soy activo en las redes sociales y estoy entre los que dicen “no entiendo cómo vivíamos antes sin celular”. Sin embargo me había resistido a leer libros electrónicos. Esta tozudez provenía de mi amor al libro como objeto sagrado, suelo decir, o de mi bibliomanía con ribetes fetichistas, dicen los demás. Un libro me gusta por el mero hecho de serlo, pero un libro impreso bien editado es un aguacero de sensaciones agradables. En mi obsesión por el libro en papel opté por imprimir caseramente y encuadernar con espiral todos los libros. Era la peor solución posible.

No hubo escapatoria, por razones profesionales me vi obligado a leer un libro que sólo estaba disponible en Kindle en un plazo útil. Pronto me di cuenta de que no mordía y tenía algunas ventajas. Seguí con libros en papel y, pocas semanas después, debí acometer forzosamente otra lectura electrónica. Ya somos amigos de la app. Sobre todo, me entusiasma la posibilidad de acceder a muchas obras que no se pueden conseguir de otra manera. Pero ya saben donde está mi corazón. ¿Desaparecerá el libro impreso? No, pero se irá reduciendo a las ediciones en las que su superioridad estética y sensorial constituya un verdadero aporte.

Alguna vez se pensó, que el bajo costo y la creciente accesibilidad del libro electrónico favorecerían un incremento de la lectura y los lectores. No hay ninguna evidencia de que haya sido así. Lo contrario parece mucho más cierto. No conozco una sola persona que haya pasado de no-lector a lector de Kindle. Todos los lectores de libros electrónicos que conozco fueron lectores en papel. Lo digo por pura observación personal, pero creo sinceramente que un estudio serio lo confirmaría. Hace cincuenta años en Europa y Canadá me asombró la cantidad de gente que leía libros en buses y metros. Hoy son escasos, lo que asombra es el número de personas que están sumidos en sus artefactos cibernéticos, muy pocos de ellos leyendo libros electrónicos... chatean, juegan, curiosean. Evidentemente hay un declive universal de la lectura, cualquiera sea su formato o soporte. Occidente, al igual que el Islam y el pueblo judío, son civilizaciones que se desarrollaron en torno “al libro”, el verbo divino se hizo letra. Incluso dicen que el Corán original existe como libro real en el cielo. Por eso nos aterroriza un futuro sin textos. Ya las empresas no proporcionan catálogos impresos, sino que te remiten a un tutorial en video colgado en YouTube. En Twitter se desgañita una minoría político pensante, para el grueso de la población lo impactante son los videos de Tik Tok y las imágenes de Instagram. Arturo Pérez Reverte, ese desencantado Salgari del siglo XXI, proclama la muerte de la novela. ¡Mamá! ¿Y a qué me voy a dedicar? Me siento un dinosaurio de los siglos de la imprenta, en los últimos pataleos de su agonía, tras el impacto del cometa electrónico. (O)