En 1964, en un caso en el que se discutía si un filme era pornográfico, el juez Potter Stewart, de la Corte Suprema de los Estados Unidos, al analizar el umbral a partir del cual un material podría calificárselo de obsceno, dijo que no se iba a embarcar en elaborar una definición de obscenidad, pues probablemente nunca lo logre hacer de manera inteligente, pero lo que sí podría decir es: “Lo sé cuando lo veo” (“I know it when I see it”). Para Stewart, no hay que darles muchas vueltas a ciertas cosas, basta verlas para llegar a una conclusión.
Cuando en eufórico tropel, que recordaba el vertiginoso viaje de Faetón trepado en el Carruaje del Sol, la Asamblea aprobó una serie de leyes enviadas por el Poder Ejecutivo como decreto-leyes de emergencia, muchos analistas advirtieron de las inconstitucionalidades que adolecían algunas disposiciones; eran tan palmarias y evidentes que no requerían de mucho análisis. No eran voces de la oposición, que prácticamente no existe, ni voces del correísmo, a quienes nadie escucha, pues carecen de estatura ética para defender la Constitución. Eran, más bien, voces de académicos y expertos en derecho constitucional, sin ningún interés electoral. Los errores, en ciertos casos, eran tales que resultaban inexplicables. Es más, uno de estos profesores de prestigio predijo que cuando se presenten las respectivas demandas de inconstitucionalidad, algo que parecía inevitable, la Corte Constitucional iba a ser el blanco de ataques. Es más, durante el corto periodo del debate legislativo hubo quienes pidieron a los asambleístas que hicieran ciertos ajustes a los textos para que ellos sobrevivan un escrutinio constitucional. Lamentable, no hubo respuestas.
Lamentable, decía, porque es un conflicto que se pudo evitar. Nadie cuestiona la necesidad de proveer de ciertas herramientas al Ejecutivo para enfrentar al crimen organizado, ese crimen organizado que las fuerzas políticas del pasado se complacieron en sembrarlo. Pero esas herramientas deben, asimismo, sostenerse dentro del marco constitucional que tenemos. Es una tarea nada fácil, es cierto, pero no imposible. Muchas naciones han logrado vencer al terrorismo y las mafias sin sacrificar sus cartas fundamentales, sus Estados de derecho y sus instituciones. El Ecuador no debe ser una excepción. Hay suficiente capacidad humana para lograrlo. Ya vivimos una época donde la Corte Constitucional era un simple apéndice de Carondelet y décadas en las que, en general, el sistema judicial era una alfombra del supremo líder de turno; de aquel que dictaba las sentencias acostado en una hamaca o de ese otro que lo hacía los sábados bailando desde una tarima. Da igual. Bochornoso pasado que no podemos repetir. Como sociedad debemos seriamente reflexionar sobre qué clase de nación buscamos construir. Los conflictos sociales deben encontrar soluciones institucionales; no soluciones basadas en el deseo de quien detenta el poder, sino en la fuerza permanente del derecho.
En vez de desgastar nuestras energías en pugnas, lo razonable sería introducir serias modificaciones al texto constitucional. Hay muchos asuntos que podrían mejorarse, como es, por ejemplo, el sistema de producción legislativa, que afecta precisamente a una de las leyes demandadas. Pero poco de esto se debate. (O)