Titular esta columna me recuerda que este fue el primer nombre que García Márquez pensó para la enorme Cien años de soledad. Sin embargo, no me voy a referir a una obra literaria. Pienso en ese refugio, en ese habitáculo al que todo el mundo aspira y que cada ser humano requiere, que se cierra sobre nuestra humanidad en la noche y dentro del cual se atienden nuestras más básicas necesidades.

Cada persona puede eslabonar su historia personal recorriendo las casas que le han dado cobijo. Las familias se fundaron, generalmente, en departamentos alquilados y pusieron en marcha los mecanismos de adquisición que, a veces, les llevaron una vida entera. Se ha pedido a los gobiernos planes habitacionales que faciliten esa legítima ambición y el IESS y los bancos han colaborado con préstamos y formas de financiación a largo plazo. Porque vivir en casa propia es una de las fundamentales aspiraciones de la existencia, que hasta se proyecta al futuro ya que, en calidad de bien inmueble, queda para los descendientes.

En este marco, a mí me da por apreciar los valores humanos que se desarrollan de puertas adentro. La convivencia es un ejercicio de confianza, tolerancia y búsqueda deliberada de la armonía: los otros no tienen que soportarnos, cada miembro debe integrarse –a veces con esfuerzo, dada la singularidad de las personas– a unos rasgos precisos que caracterizan al conjunto. Supe de una madre que decía “en esta casa no se cierran las puertas”, otra –y se equivocó– “las niñas no entran a la cocina”. Horarios, reglas de higiene, orden en los objetos, sentido de la propiedad personal o de la colaboración –cuántos hermanos no se han peleado por el uso de juguetes o prendas de vestir– entran en un código íntimo que a los padres corresponde desarrollar.

La vida moderna ha ampliado las convivencias. Cuando padres y madres migraron en ola, abuelos y nietos tuvieron que aprender a entenderse. El sentido de independencia de muchos jóvenes o los traslados a otras provincias los lleva a buscar suites y roommates donde se ven forzados a crear renovados tejidos de entendimiento para compartir baño y cocina con extraños. Ni qué decir de la opción de soledad, de habitante único de un espacio, que agranda las obligaciones de subsistencia, pero que recompensa con tranquilidad espiritual a las psiquis estables y autónomas.

Hoy que se habla de “poner la casa en orden” como metáfora del esfuerzo que se espera del Gobierno nacional, vale pensar en lo que une a la familia ecuatoriana, en rastrear vínculos de historia, raza y emociones, que nos ligan a la tierra, al paisaje y al cúmulo de expresiones culturales que hacen la plataforma sobre la cual nos sostenemos. ¿Habrá que volver a los archivos o simplemente será cosa de mirarnos los unos a los otros? ¿Requerimos de una escolaridad renovada o acaso desde el interior de los hogares deben emerger discursos menos clasistas y más respetuosos de las diferencias? La pobreza, los desajustes sociales, la corrupción, la impunidad han minado la posibilidad de que lo uno triunfe sobre lo múltiple y de que las fisuras sean cubiertas con fuerte argamasa y, sobre esa buena tierra, levantar esperanzas. Porque debe haber una sabiduría que nos permita solidificar las columnas y las paredes de nuestra casa. Esa casa que se llama Ecuador. (O)