La Academia Ecuatoriana de la Lengua cumple ciento cincuenta años de fundación. Nació en tiempos de Gabriel García Moreno. Es una de las pocas instituciones que, pese a las vicisitudes de la República, persiste en sus tareas, cuida de la palabra y trabaja en la comprensión, modulación y progreso del idioma. La conmemoración de la Academia impone un saludo, un abrazo a la institución y un gesto respetuoso a su ya larga historia, y a los ilustrados personajes que la fundaron.

Y, para hablar de la Academia de la Lengua, hay que aludir a esa pieza esencial de la memoria que es el diccionario, o más bien, los diccionarios. En ellos están el mundo, la historia, la cultura. En sus palabras, en los giros y expresiones que contienen, están el dolor y la alegría; están la conquista y el mestizaje, las religiones y el laicismo. Están la libertad y la esclavitud. Están lo viejo y lo nuevo, y estamos todos de alguna forma retratados.

Una incursión por el diccionario es una exploración tras el sentido de las palabras y el origen de los decires. Es el descubrimiento de que en ese libro consta el viejo castellano, que llegó en tono de conquista hace quinientos años, y se dejó penetrar por el quichua y el taíno, el araucano, el nahual y el guaraní. Y de cómo el idioma es persistente testimonio del nacimiento de un mundo nuevo. Después, el inglés y la tecnología invadieron lo que algún día fue coto cerrado a la modernidad. Y hoy está allí casi todo, incluso la “pos verdad”, eufemismo inventado para designar a la mentira.

La lengua y el diccionario que la contiene son evidencia de libertad e imaginación. En ellos no caben actos de poder, ni decretos ni consignas. Son testimonio de la creatividad de seres anónimos con talento para nombrar las cosas de la vida y la muerte, bautizar lugares, montañas y ríos, articular ideas, emociones, doctrinas, entusiasmos y frustraciones. Es que el hombre puede definirse como el ser que habla.

El idioma es una realidad que cambia y endereza por rutas insólitas, porque nada está escrito en piedra, y porque la palabra, como la ley, deben seguir a la vida. La palabra es como el río: necesita fluir, irse, comunicar, dejar recuerdos o marcar olvidos. La palabra, paradójicamente, nace del silencio que le antecede, que permite pensar, armar la frase y articular el sentimiento.

El idioma –razón de ser de la Academia de la Lengua– es la mejor evidencia de ese proceso humano, vital y constante, de formación de la cultura que aún no concluye.

Ese proceso es el que, al viejo castellano que llegó hace quinientos años le agregó los aportes del quichua, sus sesgos, declinaciones y modismos, proceso que incorpora cada día lo que viene del mundo y la tecnología, lo que traen los migrantes, lo que aportan las invenciones y la ciencia, lo que inventan los jóvenes. El resultado es el “habla viva”, aquella que es el cotidiano desafío de la Academia.

Mi homenaje a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, institución insignia del valor y la preservación de la palabra. (O)