Cuarenta y cinco minutos después recién reportó, una prestigiosa cadena de televisión que estaba al aire, sobre la explosión ocurrida al anochecer del martes anterior, en la Plaza del Sol, zona de alta densidad humana a esa hora y de mucho simbolismo comercial, empresarial y hasta filial.

Mientras tanto, en redes sociales el tema era ya un hervidero desde 5 o 10 minutos después de ocurrido, a las 18:35, cuando las imágenes de la camioneta en llamas y su sorpresiva explosión ya daban la vuelta al mundo, gracias a la velocidad de la fibra óptica que ha vuelto un camarógrafo empírico en potencia a quien posee un teléfono “inteligente”.

Esos 45 minutos que tardó en aparecer el hecho en la pantalla en la que muchos han confiado y siguen confiando, son el símbolo de la brecha que aun existe entre la comunicación tradicional y la digital, por más aparentes esfuerzos que los primeros hacen por embarcarse en la ola tecnológica, pero sin cambiar la rutina de tener un libreto hecho, aprobado, ordenado y telepronteado, y no arriesgarse a fracturar toda eso para decir, a capela, lo que estaba pasando y empezando a generar pánico. Decirlo recién a los 20 minutos de un noticiario estelar que (la lógica periodística lo dice) debe tener lo más nuevo, es demasiado.

Esos 45 minutos, además, me parecen mucho porque el fin final de la información es ser de utilidad, y en esos momentos iniciales de desconcierto, con un caso que en breve ya se pudo llamar de terrorismo, nada más útil que saber su localización, dimensiones, efectos, víctimas (para ver si alguno de los míos andaba por ahí) y hasta qué desvío vial tengo que tomar para evitar el riesgo de un segundo explosivo, que sí lo hubo pero que, por fortuna, no detonó.

Que había que confirmar, estoy absolutamente de acuerdo. ¡Cómo no estarlo desde el profesionalismo! Pero mientras surgía la certeza de la acción terrorista había hechos noticiosos irrefutables, inusuales en una ciudad como Guayaquil: un carro de no mucha antigüedad se estaba incendiando, por varios minutos, sin que aparezca dueño; explota de manera excesiva como para que se tratase de la inflamación de su tanque de combustible, y ocurre en una zona comercial intensa en momentos de transición del día a la noche, de paso, de propiedad de una pariente muy cercana del presidente. Y ocurre además con transmisión amateur en vivo, dada la cantidad de smartphones operativos en la zona, dando tiempo, entre incendio y explosión, para que muchos lo graben y así masificar el miedo. Como cuando los discípulos de Bin Laden primero estrellaron un avión contra una de las gemelas, aparentando un accidente, y cuando todos miraban hacia el boquete, estrellaron el segundo para que no quede duda de que se trataba de un acto de terror.

Los terroristas hacen hechos sangrientos como esos justamente para atraer las miradas y dar muestras de poder. Para someter conciencias y voluntades al margen de esa guerra que ellos puedan tener contra el Estado. Sí, es repudiable tener que informar de sus hazañas, “caer en su juego”, pero la utilidad de la información que potenciales víctimas necesitan a tiempo para evitar serlo, lo vale. (O)