“Un impuesto solo es lícito cuando se ordena al bien común”, santo Tomás de Aquino.

De la relación Estado, sociedad y mercado se derivan dos graves problemas sociales: la desigualdad y la pobreza. Dos realidades que el Estado tiene la obligación de reducir gradualmente a través de dos acciones concretas: impulsar la creación de riqueza y distribuirla.

Un sistema impositivo que refleje el equilibrio entre estimular el esfuerzo productivo, la inversión y el crecimiento y, al mismo tiempo, promover la justa distribución de la renta y la riqueza convierte al impuesto en habilitador del crecimiento inclusivo.

La OCDE define crecimiento inclusivo como el “crecimiento económico que genera oportunidades para todos los segmentos de la población y reparte los dividendos del aumento de prosperidad, tanto en términos monetarios como no monetarios, de manera más justa en toda la sociedad”. Lograr la efectividad de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales es construir prosperidad con igualdad.

Pero ¿qué piensa el ciudadano promedio sobre el impuesto? Un reciente estudio sobre desigualdad y movilidad social en México, que puede interpretarse para toda la región, refleja que los ciudadanos no relacionan desigualdad y pobreza con pago de impuestos, relacionan el impuesto con la corrupción, sea desde la dimensión pública: la opacidad e ineficiencia del sistema tributario y la administración estatal; como particular: la evasión, el fraude y la morosidad. La corrupción socava el compromiso constitucional hacia los derechos humanos, poniendo el interés particular por encima del interés público.

Justificar éticamente el impuesto exige entenderlo a partir de tres principios: la legalidad, la igualdad y la proporcionalidad, principios enfocados en las necesidades sociales y condicionados a que el Estado ejerza el gasto público con eficacia y honradez, al no hacerlo se genera un rechazo de los contribuyentes, que tampoco los legitima para no cumplir con sus obligaciones fiscales. La conciencia tributaria debe ser ante todo una conciencia social.

Esta conciencia social representa un desafío de transformación cultural. El estudio, mencionado anteriormente, identifica que las personas en condiciones de pobreza están dispuestas a contribuir por lo menos con un 15 % de su ingreso, mientras que las personas con ingresos altos apenas un 7,5 %. La ciudadanía quiere menos desigualdad y pobreza, pero no quiere pagar más impuestos: el ciudadano promedio cree pagar el 40 % de sus ingresos en impuestos, cuando realmente paga la mitad. “Soñamos en ser como Finlandia, pero sin pagar impuestos como los finlandeses”, señala Alice Krozer, coautora del estudio.

Focalizar los ingresos fiscales en áreas de gasto público que sean más eficientes para lograr el desarrollo sostenible, erradicar la pobreza y reducir la desigualdad no anula el esfuerzo por construir el bien particular ni la libertad individual para crear riqueza, pero sí estimula el bienestar común hacia la dignidad social, donde la sociedad tiene el deber ético de contribuir. (O)