Como digo en uno de mis perfiles de la red, la ficción me interesa más que la realidad, pero esa afirmación es una paradoja, porque tal interés me arroja de bruces y con fuerza sobre el mundo real, dado que no hay espacios imaginarios que, por muy fantasiosos que sean, prescindan de vínculos con los seres humanos y su entorno. Esto viene a cuento de mis complejas relaciones actuales con el mundo: un desequilibrado balance entre sociabilidad y misantropía. Gozo el contacto humano cuando me regala el placer de la buena conversación, para regresar luego, ávida, a los libros. También incorporo los intercambios virtuales que me recrean momentáneamente.

En este panorama, la experiencia de la fiesta sale perdiendo, porque esas reuniones donde todo el mundo mira cómo vamos vestidos, casi no se puede hablar porque la música lo domina todo y hay que poner los rostros contentos, son citas de cortesía. Ahora, quiero dar cuenta de una inmersión en la fiesta de la calle, esa que las autoridades se sienten obligados a ofrecer a la gente común con motivo de las fechas cívicas y que llenan los ambientes de actividades parecidas. Vivir el mes de julio sin festejos resultaría de una pobreza espiritual inenarrable.

Guayaquil y su historia (I)

En una de las aceras de la calle Panamá observé los desfiles celebratorios de esta semana –ese acto tan antiguo que desde el Imperio romano exhibía las fuerzas del triunfador y está ligada al militarismo–: las bandas de los colegios que lastimosamente se llaman “de guerra” ofrecen un espectáculo vistoso con sus uniformes y, ahora, chiquillas vestidas de celeste y blanco que muestran más pasos de baile que de marcialidad. Un animador encendía el fuego de los espíritus con sus llamados a los aplausos (que en verdad se merecía esa adolescencia disciplinada que ha de haber ensayado mucho para recrearnos a los espectadores) y sus gritos por Guayaquil. Los chicos de un colegio de Azogues lucieron especialmente elegantes y garbosos. Y la banda de exalumnos del Vicente Rocafuerte –señores de apreciable edad– con su cachiporrero pasmaron al público.

Entonces, entendí cómo se consiguen las adhesiones masivas a los líderes y a los discursos vehementes: basta ingresar a las emociones y hacernos sentir ligados entre nosotros y con ellos. Y fui una guayaquileña más, apasionada de amor por mi gente y tierra.

Guayaquil y su historia (II)

Recorrer la calle, apreciar los puestos de artesanías que sacaron a la luz sus productos, admirar a los dibujantes que rápidamente recogen los rostros de un posante, a los universitarios que pintan escenas vernaculares y son elocuentes en explicar su simbolismo fueron experiencias necesarias y enriquecedoras. Es un agotador lugar común sostener que una ciudad es su gente, pero es lo primero que viene a la cabeza, mientras con la mano izquierda vamos apretando la cartera. Lo bueno se aprecia y se resalta, aunque los pillastres sigan analizando a quién puedan atracar. Cuando miraba los libros usados bien exhibidos en una esquina, una mujer joven cayó al suelo con convulsiones y varios se acercaron a socorrerla. Esa escena también aportó su dosis de humanidad, nos recordó que siempre habrá alguien necesitado de solidaridad. Ese domingo, Guayaquil me sonó a marcha y pasillo, y me alivió de las preocupaciones cotidianas. (O)