Un meme de nuestros días ironiza sobre los apegos domésticos como señal del avance de la edad personal. Que se reducen las salidas, que el after office no es habitual, que el empleado quiere llegar a su casa para reposar frente al televisor. Si es así, se comprende. Yo vengo de un tiempo en que conversar con los amigos era una fiesta y a menudo, las clases universitarias, los actos culturales se prolongaban sobre mesas de café o bares, aunque el madrugón del día siguiente fuera obligatorio. Pero hoy los riesgos de salir al esplendor de la noche son tantos que la famosa actividad nocturna de Guayaquil se ve menguada. Una vuelta por Urdesa me permitió ver cantidad de locales iluminados, pero vacíos. ¿Acaso el comensal no piensa en qué momento aparecen los asaltantes, pistola en mano?

Por esto, modositos, al hogar. Ya se sabe que hasta el más pobre tiene un televisor que rige la reunión familiar, el ávido consumo de cada noche –hasta se usa como esa cortina de ruido que pone paredes invisibles entre el mundo de adentro y el de afuera–. Y muchas veces, se mira cualquier cosa, sin selección ni preferencias, para narcotizar el cansancio, el desánimo, la insatisfacción reinante en la vida precaria de cada día.

Se trata de una evasión indispensable que, lamentablemente, opera como educación sentimental, como impulso al consumo indiscriminado de productos de todo tipo. ¿No fueron las telenovelas las que extendieron el modelo del amor romántico, el machismo, la conducta abnegada de las madres? Herederas de la épica clásica, las películas de superhéroes ponen su impronta en modelos masculinos de fortaleza y persecución de nobles objetivos, y al ritmo de los tiempos ya abren su accionar a equipos envalentonados y defensores en los que aparece alguna mujer.

La realidad, más que nada la más cercana a nosotros, pisotea la justicia, casi nunca se castiga a los criminales y ladrones, y los jueces parecen estar al servicio de quien más dinero pone bajo la mesa. Esas formas nos indignan, nos desilusionan y nos convierten en ciudadanos resentidos y descreídos de cualquier discurso público –esos de las fechas cívicas, de las ruedas de prensa, de las cadenas televisivas–, de declaratorias de ley, de ofertas eleccionarias.

Para equilibrar alguna balanza psicológica –siquiera la de la imaginación– una buena serie policiaca, donde siempre los policías encuentran a los culpables y los juicios imponen la sanción que el delito se merece, es buscada y recibida como la dosis de vida que se requiere para sentir al mundo menos absurdo y un poco menos adverso. Parece vida, pero es historia inventada (por mucho que el filme advierta que se basa en hechos reales). Porque para eso existe la ficción, entre otros motivos, para consolarnos de lo que nos niega la realidad, para completar lo que parece inacabado o mal hecho, para ordenar el caos sobre el cual nos movemos pese a todos los esfuerzos por hallar alguna racionalidad. Esas formas de evasión exigen una recepción crítica, claro está. No hubo piélagos, celajes o selvas profundas, como querían los poetas. Y el receptor lo sabe, pero en el rato del cansancio y de la decepción, valora esas horas de expectación y emociones baratas, esos sueños de armonía. Todos hemos participado, en algún momento, de la experiencia. (O)